Tierra y guerra

Tantos problemas no pueden llevar a la deducción simplista de que el eje del conflicto es una lucha por la tierra.

Es imposible negar que el país tiene un grave problema de tierras: la concentración bate marcas mundiales, la pobreza en el campo no tiene comparación con las ciudades, un flujo interminable de colonos ha ido a parar a áreas remotas, donde lo único rentable es la coca, y el Estado no es capaz de garantizar la propiedad rural en muchas regiones.

Pero tantos problemas no pueden llevar a la deducción simplista de que el eje del conflicto es una lucha por la tierra. Ni la agenda de la guerrilla se reduce a la reivindicación campesina, ni el objetivo central del paramilitarismo es concentrar tierras, ni las razones del Estado para no firmar la paz obedecen a la negativa de las élites a una reforma agraria.

La tierra fue, más bien, una causa indirecta de la guerra. Cuando comenzó el conflicto, la violencia política, la falta de una reforma agraria y la pobre modernización del campo le brindaron a la guerrilla la oportunidad de disponer de una tropa campesina, entre el descontento y la miseria de las zonas rurales. Pero era una tropa dirigida por marxistas radicales de las ciudades que anteponían la revolución del Estado y la sociedad a las reivindicaciones concretas de los campesinos.

El asunto era que, pese a toda la exclusión en el campo, la guerrilla no tenía el menor chance de ganar. Y mientras que secuestraba y destruía la economía en la regiones donde podía incursionar, dados sus pobres medios militares, obligaba a los campesinos a esperar a una victoria imposible sin que entre tanto organizara algún proceso, así fuera parcial, de redistribución de tierras.

La respuesta regional a la guerrilla fue el paramilitarismo. No obstante sus orígenes tan diversos, al final quienes se harían con el control de estos ejércitos serían mafiosos y especialistas de la guerra. Su propósito ya no era solo defender la propiedad, sino controlar territorios para monopolizar el tráfico de drogas, algo mucho más rentable que acumular tierras, lo que también hacían por las buenas y por las malas. En este nuevo escenario, las élites políticas regionales encontraron una oportunidad inédita de recursos para proyectar su poder en las instituciones del Estado central.

La guerra mostró entonces su faceta más cruda: la de unos actores concretos –guerrillas, paramilitares y políticos– que peleaban ante todo por acumular poder y por proteger un orden propicio para mantener esa acumulación.

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