Energía rural

Al sobrevolar las llanuras texanas el suelo se ve dibujado con enormes círculos que recuerdan una tarea de geometría o un paisaje surrealista. Son las marcas de los sistemas de riego de pivote central, una tecnología generalizada en ese emporio de producción ganadera.

El cuento viene a colación por una carta que recibí de un ganadero colombiano que decidió apostarle a ese modelo de producción moderna, para lo cual arriesgó su capital y, motivado por el ICR, se endeudó para sembrar 80 hectáreas de maíz, regadas por dos sistemas de pivote central alimentados por sendos pozos profundos que perforó, amén de dos electrobombas, instalación trifásica y muchos etcéteras. Ya en funcionamiento uno de los sistemas -me cuenta el ganadero- se detuvo en seco cuando recibió una sorpresa imprevista: el recibo de la luz, como le decimos en las ciudades: ¡casi 20 millones de pesos!; es decir, que para sacar una cosecha de 40 hectáreas -la mitad de su meta- con un mínimo de tres meses de riego, tendría que sumar al costo cerca de  ¡60 millones!, lo cual él mismo califica  como “un imposible financiero para un productor primario en Colombia…”.

¿Qué ha sucedido? A mi juicio, que desde la Constitución de 1991 y la Ley 101 de 1993 (Ley General Agraria), todos los gobiernos han confundido lo social con lo económico y lo urbano con lo rural.

El artículo 65 de la Constitución, en reconocimiento de la importancia estratégica de la producción agropecuaria y la seguridad alimentaria, consagró que “La producción de alimentos gozará de la especial protección del Estado. Para tal efecto, se otorgará prioridad al desarrollo integral de las actividades agrícolas, pecuarias,…”.

La Ley 101 de 1993, en desarrollo de ese mandato, ordenó taxativamente que “La Comisión de Regulación Energética establecerá subsidios preferenciales de energía eléctrica para los productores del sector agropecuario y pesquero”. Ni la Carta hizo diferenciación en cuanto a las actividades, ni la Ley limitó su mandato a la CREG por escala de producción y menos por estrato socio-económico, un criterio de discriminación muy colombiano y totalmente urbano. Se refirió, por lo tanto, a todos los productores.

La Ley 142 de 1994 fijó los subsidios al servicio de electricidad y, como muchas normas, se olvidó del campo y metió todo en un solo costal, el urbano. Con esa óptica, limitó los beneficios a los estratos residenciales 1, 2 y 3, un criterio ajeno al sector rural -¿quién es estrato 4 en el campo?-, donde las personas “residen” donde trabajan, en la finca. Por ello las tarifas “no residenciales” (industriales o comerciales) tampoco consultan la realidad de la producción rural, como no lo hacen las “no reguladas”, que les permiten a los grandes consumidores urbanos negociar su tarifa. Y como si fuera poco, la factura incluye un porcentaje de alumbrado público. ¿Acaso alguien conoce un camino veredal con luz pública?

Es claro. Por fuera de los límites urbanos de los municipios, el único criterio diferenciador debe ser si el predio está o no dedicado a la producción agropecuaria.  Si lo está, debe recibir, sin restricciones, el trato de especial protección que ordena la Constitución y los subsidios preferenciales que establece la Ley General. La CREG no está por encima de tales mandatos para “ponerle conejo” al campo, como lo ha hecho por más de 20 años. El Gobierno, utilizando las atribuciones de la Ley del Plan, debe restituir ese derecho constitucional de protección y prioridad estratégica. No hacerlo es mantener congelada la competitividad rural. Esperemos que así sea, antes que los TLC acaben con lo poco que aún queda.

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