Entre dos fuegos

Uno no sabe si los comandantes farianos son más irritantes enmontados o profiriendo babosadas como la de que secuestran niños para protegerlos.

Me encontré en un recoveco bogotano con unos muchachos rapados con esvásticas tatuadas en la coronilla, y me dio lástima y risa. Y susto. El menor debía ser un Bachué del páramo de Moqueamucho. El mayor llevaba una rubia cresta a lo sioux que decía por él tantas cosas como la cadena de la mano derecha llena de anillos con calaveras. Y cuando los vi venir me convertí en el hombre invisible como aprendí en Ramacharaca, y supongo que me salvé del linchamiento con esta cara que tengo de gringo recién llegado de una paliza de jejenes en los lagos de Tarapoto.

En Colombia, más allá de lo garciamarquiano que ya es un reflejo condicionado de la conciencia nacional, hiere el amor propio un aire de estulticia en muchas de nuestras cosas. Por ejemplo en esos póstumos pólipos proliferantes sobre el fantasma de Hitler, que se dirigían tal vez a una cita para leer Mi lucha, o un texto tantra de Samael Aum Weor, un gurú de pobres nacido en una aldea boyacense privilegiada con los anones más anones de la galaxia según unos, y según otros en Santa Rosa de Cabal.

Los muchachos dejaron un husmo de sudor en la calle colonial. Y desaparecieron con su arrogancia. Y yo volví de mi susto. Y me pregunté cómo se parecían esos tarambanas en plan de duros en un callejón bogotano y los pomposos comandantes farianos pavoneándose en La Habana, disfrutando las mieles del Caribe de las que se ven privados los cubanos rasos para ser más felices, y de la importancia inmerecida de ser escuchados por una sociedad que les aguantó medio siglo de barbaridades de chimpancés borrachos. Debe darles gusto saber que nadie los persigue mientras estiran las patas calzadas sobre las camas del hotel de cinco estrellas abierto para las oligarquías de la izquierda latinoamericana. Deben poner cara de victoria en la absurda certeza de que están destinados a redimir un país que no los quiere ni quiere ser redimido, pues debe madrugar a trabajar porque no todos tenemos el desparpajo de vivir de la extorsión de los vecinos acomodados. Algunos parecen disfrutar haciéndose odiar para sentirse víctimas.

Parece un problema de siquiatría. Algunos consiguen usurpar magistralmente el papel equívoco del redentor. Y se creen el cuento a pie juntillas.

El Estado colombiano, más que tiránico como algunos piensan, ha sido débil desde Bolívar. Todos hacen lo que les da la gana. Los ricos del curubo, los pobres rasos y los simples matones. Que a veces son recompensados, además, con una cárcel de oro o llevados al capitolio en carro con escoltas cuando los canonizan por decreto. Uno no sabe si los comandantes farianos son más irritantes enmontados o profiriendo babosadas como la de que secuestran niños para protegerlos (por qué no se visten de nanas en vez de hacer el papelón de lenines de a cinco la docena), o que la gente no los quiere porque la gran prensa le lavó el cerebro. Es al contrario. Ellos construyeron a mano firme el desprestigio del 93 por ciento que cargan. Y fue fatigando la teoría y la historia como muchos llegamos a pensar que el país tiene derecho a no dejarse imponer el fascismo de izquierda por unos intelectuales de las clases medias bajas que leyeron mal unos manuales traducidos del ruso, que traía Gilberto Vieira de sus vacaciones moscovitas, y se convirtieron en víctimas de su propio invento y los demás pagamos el pato de soportarlos. Porque no escucharon al poeta Eduardo Zalamea cuando dijo que el comunismo es un cambio de cómics.

Que se queden en Cuba ayudándole a Fidel a redondear su paraíso socialista. Ahora que contará con los dólares gringos y Raúl amenazó con volver a la Iglesia católica. Es mi propuesta. Ya que los poetas fuimos invitados a expresar nuestra opinión sobre las conversaciones de paz.

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