Farc

A este miembro de las Farc le llegará por fin la Historia, que en verdad es el futuro, si aprovecha esta última oportunidad de hacerse responsable, de pagar.

Según el diccionario es un verdugo. Tiene razón quien le reclama la sevicia, la crueldad. Pero este miembro de las Farc –uno cualquiera– no se ve a sí mismo en su espejo como un bárbaro o como un esbirro, sino como un transformador social corajudo e incansable que nunca jamás se ha dejado aplastar por los poquísimos dueños de las cosas: sí, él es, según él, el heredero camuflado de los indígenas que encararon a los invasores, de los esclavos que enfrentaron a sus amos, de los comuneros que denunciaron a los zánganos del virreinato, de los desarrapados que pelearon contra los españoles en el ejército libertador, de los líderes sindicales que alguna vez arrinconaron a sus patronos, de los gaitanistas enruanados que descubrieron la trampa de la oligarquía, de los campesinos comunistas que denunciaron los despotismos del irreparable pero inevitable Frente Nacional.

Sigue exigiendo lealtad absoluta como cualquier fiel de cualquier secta. Sigue persiguiendo el igualitarismo pequeñoburgués. Sigue sintiéndose “honesto, abnegado en la lucha, modesto” frente a una élite que no ha querido darle al pueblo su apellido. Sigue odiando a aquel que coquetee con el reformismo. Sigue castigando, fusilando, entrando sin orden judicial, como un agente de la derecha. Sigue esperando a la Historia, año tras año, como a su mesías. Sigue siendo el mismo de 1964 para mal y para mal.

Todavía se aferra a su pensamiento marxista de segunda mano, en algún rincón del país que no sale en las cifras ni en las propagandas de los políticos, pero hoy es incapaz de “la autocrítica”. Ya no es el agente de un Estado que remplaza al Estado en otra Colombia dentro de Colombia, sino un invasor más, un tirano más resignado a acabar con lo propio como si fuera lo ajeno: con el aire, con el agua, con la selva. Ya no libera al pueblo, sino que lo somete, lo desplaza, lo reduce a daño colateral. Aún es un desempleado despreciado por “el sistema”, pero también es, aunque sepa negarlo, un victimario que tiene despejado el camino hacia su víctima. Es su peor enemigo: fanático, paranoico e impopular. Desde 1967 está a punto de ser vencido por la vía militar por el gobierno de Lleras, en la primera plana de EL TIEMPO, como un bandolero.

Y desde 1982 está negociando la paz en vivo y en directo con la administración de Betancur, pero su as en la manga, que lo convierte, aunque no crea, en el villano, sigue siendo su estúpida violencia.

Se está jugando en La Habana vieja su futuro. Sus comandantes, que todos estos años se refugiaron en Venezuela, a cuerpo de virrey, a la espera de que el sueño bolivariano se hiciera realidad, tienen en las manos la posibilidad de reconocer que han hecho parte –y que han caído en la doble moral, y en la codicia, y en el culto a la personalidad– de “el sistema”. Ser colombiano ha sido ser irresponsable: justificarse, negarse, tomarse esta nacionalidad como un estigma, inventarse un país en donde no pueda entrar el país, regodearse en la idea de que los gobiernos –con sus regueros de leyes, con sus instituciones malmiradas, con sus impuestos evadidos– son los invasores que tendremos que tumbar el día del juicio final. Y la guerrilla hoy puede aceptar que su violencia también ha sido un error.

Quiero decir que a este miembro de las Farc le llegará por fin la Historia, que en verdad es el futuro, si aprovecha esta última oportunidad de hacerse responsable, de pagar. Y que, en una sociedad de ninguneadores, vengadores e insensatos, no estaría de más que los demás dieran ejemplo: no solo la guerrilla cree que Colombia son los demás, no solo la guerrilla está varada en el pasado, inventa códigos para cercar las libertades y vive gritando “usted no sabe quién soy yo”.

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