Más mariposas

¿Por qué hablar de mariposas en vez de las conversaciones de paz, por ejemplo, o hablar de fútbol? Es que algunos estamos hartos de las politiquerías.

El señor Stein, en Lord Jim, la novela de Conrad, entre guerras, negociaciones de paz, falsos armisticios y traiciones, se entregaba también a cazar mariposas. Y Churchill, en Cartwell, sureste de Londres, alternaba sus labores como parlamentario con las debidas a su colección de lepidópteros, y se envanecía de los especímenes obtenidos con su red en Sudáfrica, India y Cuba. Churchill dejó la afición cuando comenzaron a enamorarlo los aviones de guerra y lo cogió la obsesión por pulverizar a Alemania. Stein era capaz de emocionarse todavía al fin de su vida ante el brillo de las alas de sus frágiles mariposas muertas, que aún desplegaban su pompa intocada por la destrucción, como en unos versos de Silva.

Comparados con estas los humanos no llegaban a ser obras maestras de la naturaleza para él. Una vez, acaba de asesinar tres hombres, y los describe con frialdad, uno como un perro enroscado, otro de espaldas con un brazo sobre los ojos como para protegerlos del sol, el tercero alarga lentamente una pierna para dejarla después inmóvil con una sacudida; advirtió una débil sombra sobre un montoncito de barro. Su corazón saltó, la cabeza le dio vueltas, se le aflojaron las piernas. Había deseado esa mariposa con toda su alma. Había pasado privaciones buscándola, emprendió viajes, la había visto en sueños y había llorado al despertar. Los hombres que acababa de matar no importaban. Y al fin y al cabo, estos no saben quedarse quietos sobre su montón de barro. Un día quieren ser diablos y otro santos. Stein, en medio de las tumbas de sus mariposas, en el último tramo del libro, sin patetismo, se prepara para dejar este mundo dirigiéndoles un ademán de adiós.

Las mariposas de Stein son distintas de la mariposa de Chuang Tsu, el sabio taoísta que un día no supo si había soñado con una mariposa o era una mariposa que había soñado con Chuang Tsu. Y de la de Moritake, el poeta japonés, miope perdido, que creyó ver en una mariposa una flor de vuelta a la rama. Y muy distintas de las que en el hermoso poema La vela, de Francis Ponge, se queman en la llama con un temblor muy parecido al estupor. Y también son incomparables con las amarillas de Mauricio Babilonia, que hasta un vallenato merecieron para desgracia nuestra.

Unas mariposas dejan un sutil polvo rosa en el viento, recalan en unas flores, y tornan a empezar suavemente su aventurada travesía deteniéndose sobre un lago matizado como una gran flor marchita, en La muerte de las catedrales, de Proust. Que se echa a llorar al advertir que su vuelo dibuja una melodía llena de encanto, leve y libre. Y su alma sonora oye las armonías del lago, los bosques y el cielo. En fin, las cosas de esos tiempos cuando la estética era un valor, los cisnes morían cantando en lagos rutinarios y la gente espantaba las penas con tisanas de tilo.

Lorca dijo que el dolor que mantiene despiertas las cosas es una pequeña quemadura infinita en los ojos inocentes de los otros sistemas. Y se ha dicho que el aleteo de una mariposa en Australia puede provocar un terremoto en Perú. Proust esperaba que una depresión atmosférica en las Baleares o un temblor en Jamaica desencadenaran crisis en los reumáticos, los asmáticos y los locos de París, unidos a los puntos más lejanos del universo en una solidaridad estrecha. Es comprensible. Dicen que Proust enfermaba ante la cercanía de un clavel.

Pero ¿por qué hablar de mariposas en vez de referirse a las conversaciones de paz, por ejemplo, o hablar de fútbol? Es que algunos colombianos estamos hartos de las politiquerías de las mafias que opacan con banderas la belleza oculta en la realidad. Y es lícito descansar en cosas más amables que el poder y el dinero, y contrastar con la inteligencia de la naturaleza las fruslerías y el ruido vano que, validos de razones marrulleras, algunos aspiran a pasar por la verdad del mundo.

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