Disputa por los poderes seccionales

Nadie previó que los avales para representar a un partido o movimiento político en las urnas se convirtieran en motivos de pugnas feroces. Peor aún, en toma de posiciones temerarias.

Pocos compatriotas pudieron temer que la elección de alcaldes y gobernadores, tan democrática como en teoría es, pudiera convertirse en fuente de conflictos insolubles o de desastres irreparables. De los primeros estamos teniendo muestras inquietantes en los preliminares de la expedición de avales a los candidatos de las simpatías de las respectivas directivas, mientras que los segundos nos abrumaron con catástrofes administrativas y aun penales, ni más ni menos en la capital de la República.

Por su causa se rompen en la actualidad, con discordias encendidas, amistades personales y políticas de vieja data y, lo que es peor, se insinúa desde otro ángulo geográfico el agrietamiento inminente de la Unidad Nacional. Para que nada faltara, un personaje de oscuros antecedentes y abundante prontuario, Ignacio Londoño Zabala, con las mayores posibilidades de resultar alcalde de la ciudad de Cartago, es asesinado por manos hasta ahora incógnitas.

Por lo demás, la vehemencia envenenada agría las disputas y no autoriza a abrigar la esperanza de que, una vez pasadas las elecciones, se restablezcan el cordial entendimiento y la disposición al diálogo constructivo. Por el contrario, es de temer que los odios desatados continúen contaminando el ambiente después de surtida la consulta electoral, al menos si no satisfacen el voraz ejercicio del poder por unos ni los difíciles logros eventuales de la oposición por otros.

Curiosamente, fueron los paramilitares advenedizos, en alianza con caciques de viejo o de nuevo cuño, los primeros en descubrir y usufructuar la rica veta de los poderes departamentales y municipales, una vez abierto, a través de las urnas, el acceso a sus patrimonios y rentas.

Con la condenación punitiva de sus protagonistas en cada región o municipio, salvo conocidas excepciones, se consideró cerrada esta puerta habilidosa al escamoteo de dineros públicos. No habría posibilidad de reincidencia, aunque los apetitos continuaran al acecho y las divisiones intestinas allanaran los obstáculos.

Razón tenía el expresidente Alberto Lleras en abrigar el temor de que esta descentralización del poder público, en lo relacionado con la disposición de las rentas, condujera a fracaso ineluctable, dadas las fuertes raíces de los caciques municipales y regionales. La excepción teórica de la capital de la República, por su supuesta madurez política y administrativa, tampoco se tradujo en realidad sino en latrocinios monstruosos y corrupción a los más altos niveles.

Lo que nadie previó fue que los avales para representar a un partido o movimiento político en las urnas se convirtieran en motivos de pugnas feroces. Peor aún, en desgarramientos pasionales y toma de posiciones temerarias.
Un gran escritor de la talla intelectual y literaria de Héctor Abad Faciolince lanza indignada protesta por el hecho de que desde Bogotá se pretenda imponer a los antioqueños “un esperpento corrupto” como candidato liberal a la Gobernación de Antioquia. En su confusión y acalorada defensa de los derechos de sus coterráneos, llega a sugerirles, sutilmente, volverse “antioqueñistas”, como los catalanes en España.

Es decir, separatistas, no obstante los vínculos indisolubles que unen a su hermosa región con el resto de Colombia. No habiendo sido menester actitud de esta laya para contribuir a la construcción del Metro de Medellín o del aeropuerto de Rionegro o de las centrales hidroeléctricas.

Duele, de verdad, con dolor de patria, un pronunciamiento como este de una inteligencia tan esclarecida y prestigiosa. El episodio originario no daba para tanto. Pero sirve para subrayar, una vez más, el error de meterse en estos berenjenales.

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