La peor crisis en La Habana

Más que un secreto a voces, era una verdad no aceptada. El proceso de diálogo en Cuba, como lo reconoció Humberto de la Calle, está cerca de terminar. ¿Será para “el fin del fin” político o militar?

Había descripciones desalentadoras sobre la frialdad y la distancia que ya se sentía entre las delegaciones del Gobierno y las Farc. Más de un año sin acuerdos sustanciales y, del otro lado del Caribe, un país, Colombia, regado con petróleo, minas y metralla. Tragedias ambientales, mutilados y muertos. Civiles y uniformados. Pero solo el domingo pasado, el cuidadoso y respetado plenipotenciario Humberto de la Calle lo puso en castellano franco y directo: “el proceso de paz está en el peor momento”.

Ahora que no hay dudas sobre la crisis que afronta la negociación en La Habana, y cuando en las encuestas los ciudadanos le dan menos del 50 por ciento de respaldo, comienzan las preguntas sobre cuánto más aguantar un proceso con tres años de iniciado, tres acuerdos no alcanzados antes en desarrollo agrario, participación política y narcotráfico y drogas ilícitas. Pero, igual, un diálogo dilatado del cual han derivado pocos gestos de paz de las Farc, en particular una tregua unilateral que solo duró cinco meses.

Como lo observa el grueso de los analistas, lo peor es que hay una guerrilla capaz de persistir en la insensatez y la torpeza política de golpear a municipios y pobladores civiles periféricos, donde sus acciones terroristas no cambian para nada la correlación de fuerzas entre Estado y contraestado.

Lo observó Humberto de la Calle en entrevista a Juan Gossaín, que además de reveladora de la crisis es el mensaje contundente de que cada vez más se estrechan los plazos y el aguante: “El problema de las Farc no es con el Ejército, ni con los derechistas, ni con lo que ellos llaman ‘la oligarquía’. Es con la gente porque es a la gente a quien están afectando”. ¿Quién lo duda?

Pero contra todo pronóstico, las Farc son capaces de hundirse cada vez más en la impopularidad de acciones devastadoras de las fuentes de agua, de los cultivos de “pan coger”, de los animales de corral, del servicio de energía… Es decir, a las Farc parece producirles cierta fascinación ver al país perdido en la oscuridad de su violencia tan dañina e indiscriminada.

Y esa lógica de atacar y afectar a los no combatientes se conecta también con el hecho de que quieran permanecer en la posición férrea de no pagar un solo día de cárcel por delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra, en los que la mayoría de las víctimas eran civiles indefensos de todas las condiciones y estratos.

La franqueza de De la Calle nos pone frente al anuncio inocultable de que La Habana tiene los días contados, “por bien o por mal”. Esta tribuna editorial siempre ha creído en el valor de buscar una salida política al conflicto armado interno. Pero no a cualquier precio. Sin acuerdos que trituren el Estado Social de Derecho o el sistema jurídico. Sin impunidad, y eso quiere decir con la necesaria dosis de justicia que exigen las víctimas.

Debe ponerse el país, entonces, desde todos los puntos de vista y fuerzas sociales, en la tarea de oxigenar a un paciente decaído y con salud en franco deterioro. Debe hacerlo para que no ganen la partida las células más destructivas. Con acciones concretas que tengan plazos y condiciones.

Pero, sobre todo, son las Farc las llamadas a devolverle al país algo de optimismo y credibilidad. Alguna vez, en el inicio del milenio, ellas dejaron una silla vacía. Podría ser que ahora, aquella imagen se invierta. Y sea un país cansado el que se levante de la mesa, no en el comienzo del diálogo sino otra vez en el de su frustrante acabose.

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