¿Qué pasa con la izquierda?

Hace unos años, durante la sobremesa después de una comida, me incorporé al grupo de políticos y empresarios que rodeaban a Luis Ignacio Lula Da Silva y, cuando se dio la oportunidad, le hice una pregunta sobre la historia de Brasil.

Lula me miró a los ojos, me tomó fuertemente la mano y mientras duró su extensa respuesta la mantuvo apretada sobre su pecho.

Naturalmente, quedé encantado con este gesto, parecido más al de un abuelo amoroso que al de un ex presidente de otro país, a quien había visto en los medios de comunicación, pero jamás personalmente. Por supuesto, sabia de su historia personal, la pobreza en la que creció, sus vicisitudes como obrero metalúrgico, sus luchas sindicales, la persecución a la que fue sometido por las dictaduras, sus candidaturas presidenciales y, finalmente, su triunfo en las elecciones de octubre de 2002. También estaba consciente de las políticas sociales que implementó, las cuales redujeron la pobreza y la desigualdad, al tiempo que mantuvo la economía de mercado y el gran posicionamiento que le dio a su país a nivel internacional.

Por todas estas razones, producen asombro las noticias que llegan sobre los escándalos de corrupción del gobierno de Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores, fundado por Lula. Se habla de un esquema de sobornos por unos 4 mil millones de dólares pagados por empresas constructoras a funcionarios de Petrobrás, para ganar contratos, y también a políticos que servían como intermediarios de las transacciones, como Joao Vaccari, tesorero del Partido de los Trabajadores, detenido en abril pasado.

Este es el mayor escándalo de corrupción en la historia de Brasil, que se remonta al año 2004, cuando Rousseff era la ministra de energía y presidenta consejo directivo Petrobras, cargo que ocupó por más de 6 años. Uno de los involucrados, Pedro Barusco, como parte de un acuerdo con la justicia, devolvió 97 millones de dólares que había obtenido de sobornos. Y, según las últimas noticias, un juez va a llamar a declarar al mismo Lula por supuesto tráfico de influencias a favor de la empresa Odebrecht.

Pero, si en Brasil llueve, en otros países en donde gobiernan partidos que se dicen de izquierda, no escampa. ¿No lucharon los Sandinistas contra el nepotismo y la corrupción de Somoza, lo mismo que ahora hace y representa Daniel Ortega? Como Somoza, Ortega vive en una de las mansiones más grandes de Managua y, violando la Constitución, ha nombrado a su esposa como canciller y vocera del gobierno, a un hijo como ministro y a otros tres como asesores. En Argentina, el vicepresidente está a punto de ser destituido por corrupción. En Venezuela, la venalidad y la desvergüenza del Gobierno parece una historia de no terminar y, hasta en Chile, la presidenta se desmorona en las encuestas por un negocio torcido de su hijo.

Por todas estas razones, es lícito preguntarnos: ¿qué pasa con la izquierda en América Latina? Porque lo mínimo que habría que exigirle a unos partidos que dicen representar a los pobres, a los oprimidos y a los destituidos, es que sean limpios y transparentes. En el caso particular de Brasil, esta triste historia parece darle la razón a Stefan Zweig cuando escribió: “Brasil es el país del futuro y siempre lo será”. Los demócratas brasileños tienen la obligación de demostrar que el escritor austriaco estaba equivocado.

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