La frontera de la humillación

El gobierno de Venezuela da por descontado que el de Colombia no pasa de meras declaraciones. Cuenta con la inacción del país agredido, la pasividad de Latinoamérica y la complicidad de Unasur.

Hay un sentimiento de humillación nacional que se palpa a lo largo y ancho del país. Una sensación de dignidad pisoteada, como la que se vive ante los actos de barbarie de la guerrilla. Solo que esta vez el agresor es un gobierno extranjero que se dice “hermano” y que reivindica cada día una frágil fraternidad bolivariana.

Las imágenes de compatriotas cargando sus escasas pertenencias, cruzando a pie trochas y ríos, dejando atrás años de vida en Venezuela, han dolido profundamente en este país nuestro, de tradición más bien indiferente con sus emigrantes.

Ver a ciudadanos colombianos protestando y abucheando ayer en Cartagena el paso de la caravana de la ministra de Relaciones Exteriores de Maduro, Delcy Rodríguez, muestra cómo ha tocado a la gente el maltrato y la arbitrariedad contra los colombianos en Venezuela. Al contrario que allá, aquí nunca se ha azuzado desde el poder público un sentimiento contra los ciudadanos del otro país.

Y a ese sentimiento de indignación por la afrenta a nuestros connacionales se suma la inconformidad ante la pasividad del gobierno nacional. No se olvidará fácil que ante el cierre de la frontera y la agudización de la crisis derivada de la deportación en serie de colombianos, que viene desde hace meses, la respuesta de la canciller María Ángela Holguín, la semana pasada, fue que “eso es una decisión soberana de Venezuela”.

Imaginemos que fuera Colombia la que cargara con sus fuerzas de seguridad contra ciudadanos venezolanos, marcando sus casas como cualquier régimen fascista. La condena internacional sería inmediata. Sin embargo, el régimen venezolano goza de patente de corso para cualquier desafuero, para toda violación flagrante de los instrumentos internacionales en materia de democracia y de derechos humanos. Sabe que el gobierno colombiano, a la hora de defender la dignidad nacional y a la de sus ciudadanos, no pasa de las proclamas.

La alocución antenoche del presidente Juan Manuel Santos no salió de ese molde que podríamos llamar de la “Escuela de San Carlos”, por referencia a la sede de la Cancillería colombiana, que intenta parecer firme pero con un discurso vacuo, plagado de lugares comunes. No pedimos que se rebaje al nivel de su homólogo venezolano, ni que vierta denuestos por los micrófonos. Pero sí que ejerza su papel constitucional de “símbolo de la unidad nacional” y de garante de la protección a los derechos de sus ciudadanos, estén donde estén, tengan o no los documentos en regla. Sería tiempo, por lo menos, que el embajador colombiano hubiese sido llamado a consultas.

El gobierno Santos considera que nada puede decirle a Venezuela, porque cerraría posibilidades de acuerdos con las Farc. Que a propósito, tan rápidas como son para pronunciarse sobre cuanto tema les concierne, son de omisivas para rechazar los atropellos de su gobierno amigo contra los colombianos, a cuyo pueblo dicen representar.

Apena también el papel del secretario general de Unasur, el expresidente colombiano Ernesto Samper, quien justifica la actitud venezolana y da por buenas las versiones sobre “invasión paramilitar” colombiana a Venezuela. Plena razón tiene el también expresidente César Gaviria al exigir que los gobiernos suramericanos digan si comparten las tesis de Samper. De ser así, Colombia debe retirarse inmediatamente de Unasur, como pide Gaviria. Pero para eso se necesitaría un gobierno valiente y una Cancillería poco contemporizadora.

Y, de nuevo, el poder de la imagen: la fotografía de nuestro reportero Donaldo Zuluaga, tomada ayer en la frontera y que abre la edición impresa de nuestro periódico de hoy: militares colombianos, a un lado, sin armas, en actitud confiada y serena. Al frente, la guardia bolivariana, con armas de largo alcance para controlar a los peligrosos ancianos y niños que sus fuerzas expulsan desde el interior.

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