La trampa del lenguaje

Vuelvo de unos días de desconectadas vacaciones, las únicas que de verdad lo son, y verifico que a las Farc no les pudo salir mejor su estrategia tras la terminación del cese al fuego unilateral que, en todo caso, habían violado con perfidia en el asesinato de los soldados del Cauca.

La respuesta del gobierno a las bombas, plan pistola, asesinatos de militares, policías y civiles, ataques a la infraestructura eléctrica y al sistema de acueductos, y atentados contra la industria petrolera, que afectaron a miles y generaron el peor daño ambiental en décadas, no fue ponerles plazo a los diálogos o condicionarlos a que terminaran esos crímenes, sino rogarle a la opinión pública que no se llamen las cosas por su nombre y declarar, otra vez, una suspensión de los bombardeos. Frente al chantaje del terrorismo, Santos, otra vez, cedió.

Ahora, por mucho que un secuestro sea denominado como una “retención indebida”, seguirá siendo un secuestro. Un homicida, es un asesino. El que se levanta en armas contra un Estado democrático, un subversivo. Quien atenta contra la población civil y sus bienes para amedrentarla y conseguir sus fines, un terrorista. Y quien cultiva, procesa y trafica con drogas, un narcotraficante. No son, además, categorías que se excluyan entre sí.

En Colombia, las Farc son todo eso al mismo tiempo y de manera superlativa: secuestradores, asesinos, subversivos, terroristas, narcotraficantes. Lo son desde hace décadas y no han dejado de serlo sentados en La Habana. Ni han hecho mérito alguno para que dejemos de decirles que lo son, por mucho que a Santos le incomode y crea que “en lugar de estar insultándonos nos refiramos al otro con amabilidad”.

No hay insulto ni falta de amabilidad, presidente, por llamar las cosas por su nombre. Y no es usted coherente cuando pide que se trate “bonito” a las Farc y en cambio a la oposición democrática y a quienes critican la manera en que se maneja el diálogo con las Farc, que no matan, ni secuestran, ni cometen actos terroristas y que no cuentan sino con su voz y su pluma para opinar, usted no para de perseguirlos y de señalarlos como “tiburones, mano negra, fascistas, extrema derecha, y enemigos de la paz”.

Sin embargo, la solicitud de tratar suavecito a las Farc esconde algo mucho más grave. Su motivación última busca nivelar y poner en igualdad, más allá del lenguaje y del plano simbólico, al Estado, los miembros de la Fuerza Pública y el legítimo uso de la fuerza, por un lado, y a las Farc, los terroristas y narcotraficantes que integran sus filas, y la violencia que ejercen contra el Estado y sus ciudadanos, por el otro. Se quiere modificar, por vía del lenguaje, la percepción ciudadana sobre las Farc y sus crímenes para endulzarlos y quitarles gravedad y horror, y equiparar su violencia con el uso de la fuerza por parte del Estado, como si fueran iguales.

Detrás del cambio del lenguaje lo que se busca es igualar a las “partes”, sus culpas y responsabilidades, borrar todo asomo de asimetría moral entre la acción del Estado y la de los terroristas. Y por esa vía conseguir superar el gran escollo de la exigencia ciudadana de justicia, de sanción efectiva a los crímenes de las Farc, de penas privativas de la libertad para sus delitos más graves. Es la misma estrategia de las Farc y su áulicos: sostener que todos somos culpables y solicitar investigar a ministros y presidentes, bajo la teoría de los máximos responsables, para diluir sus propias responsabilidades y conseguir al final no ser juzgados y sancionados.

Santos juega ese juego porque es débil y claudicante y porque, para justificar su paso a la historia, en lugar de aprovechar la victoria estratégica contra las guerrillas, se declara derrotado (las Farc no podrán ser vencidas “en 10, 15 o 20 años”) y convierte el proceso de paz en un “negocio” y en el trampolín para conseguir internacionalmente un reconocimiento que sus conciudadanos, como prueban las encuestas, le niegan de forma rotunda.

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