Pánico presidencial

De la propuesta de Santos de hacer un “congresito” para “implementar” los acuerdos con las Farc se desprenden al menos cuatro conclusiones:

La primera, el presidente terminará de bajarse los pantalones y está dispuesto a aceptar los términos y condiciones de las Farc tanto en materia de justicia y de participación en política como en lo que hace a verdad y reparación.

El resumen de esas concesiones es: a) las Farc no van a pagar con penas privativas de la libertad, así sean reducidas, por sus crímenes internacionales; b) los responsables de esos crímenes no tendrán ninguna restricción para participar en política; c) los miembros de las Farc no tendrán la obligación de contar la verdad sobre sus acciones criminales y que no lo hagan no tendrá consecuencia jurídica ni política alguna. La única “verdad” será la de la Comisión de la Verdad; d) la organización criminal no entregará sus bienes para la reparación de las víctimas y todo el costo de esa reparación será asumido por el Estado. En otras palabras, habrá impunidad, no habrá verdad individualizada, la reparación la pagaremos los ciudadanos y no ellos, y el proceso de paz será el gran lavadero de los activos de las Farc.

La segunda, Santos tiene pánico. Lo invadió el miedo porque tiene la certeza de que los ciudadanos no refrendarán semejantes concesiones. Si no las fuera a hacer, no hablaría de “congresito” sino del “mecanismo de refrendación” de los acuerdos que está pactado con las Farc y que el presidente les vendió a los ciudadanos por su voto y para tranquilizarlos. Pero como las hará, necesita un mecanismo que eluda la aprobación popular de lo convenido y le permita controlar el resultado.

El presidente se atrevió a decir que “no nos parece que sea conveniente un referendo”. Hasta ahí, un cambio de posición sintomático. Pero fue más allá y con descaro agregó que “yo nunca me he montado en un referendo”. Santos cree que olvidamos que tramitó a las escondidas una norma para permitir que el referendo pudiera coincidir en fecha con las elecciones. Y cree que no nos acordamos que ha dicho, en al menos una docena de ocasiones, que “cualquier acuerdo al que lleguemos será sometido a la aprobación popular”, “el proceso será sometido a refrendación”, “ustedes (los ciudadanos) podrán decir aceptamos o no aceptamos” y que “el pueblo colombiano será quien tome la última palabra”.

La tercera, es el talante antidemocrático de Santos. Descalifica y llena de epítetos a quienes critican el proceso, “enmermela” a los medios de comunicación para que no hagan un trabajo independiente, persigue a sus críticos y hace que se los expulse de sus trabajos, pone sus fichas incluso en el sector privado, pero cuando hacen su tarea, enfila sus baterías contra ellos (hay que ver la persecución que vienen sufriendo Kiko Lloreda y Bruce MacMaster, por ejemplo), tumba con un decreto presidencial una reforma constitucional, como la de la administración de justicia, aprobada con todas las formalidades. Y ahora le saca el cuerpo al Congreso, que es el cuerpo de representación popular por excelencia, porque teme el debate que pueda hacerle la oposición, y evade la refrendación ciudadana de los acuerdos con las Farc porque teme la respuesta democrática a los esperpentos que les concederá. Para rematar, no le importa que la única legitimidad y la única sostenibilidad futura de los acuerdos con la guerrilla vengan de la aprobación ciudadana. Nada más obligará a los ciudadanos y a los gobiernos futuros a respetar lo que Santos, a espaldas del país, pacte. Pero le tiene sin cuidado esa perspectiva. Le basta con firmar ahora y buscar el Nobel.

La cuarta es que este es un gobierno improvisador. El “congresito” es inconstitucional, no tiene asidero jurídico alguno. Lo que Santos va a firmar con las Farc necesita reformas constitucionales y esas reformas solo se pueden tramitar por las vías establecidas en la Constitución. El “congresito”, por supuesto, no es una de ellas. Ese “globo” no va para ningún lado. Por fortuna.

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