El reto de la sostenibilidad

Entre desmentidos y acusaciones de faltar a la verdad, resulta evidente que la firma de Santos fue solo un espectáculo para aprovechar el viaje del Papa y la asamblea general de Naciones Unidas y así apuntalar su deseo más profundo, el de conseguir el Nobel de Paz por el que está dispuesto a todo. Y que lo sustantivo sobre justicia está aun pendiente de acuerdo. Excepto en lo que a penas privativas de la libertad se refiere.

Ahí sí sabemos que Santos nos obligará a tragarnos el descomunal sapo de que los responsables de crímenes internacionales solo paguen penas “alternativas”, es decir, que esos crímenes queden impunes.

Pero la ausencia de penas privativas de la libertad es la amenaza mayor a la sostenibilidad del acuerdo sobre justicia con las Farc. Por un lado, por razones de carácter jurídico nacionales e internacionales. Por el otro, por motivos sociales y políticos internos.

El estatuto de Roma establece en su artículo 75 la posibilidad de que la Corte Penal Internacional (CPI) obligue a la reparación de las víctimas mediante “la restitución, la indemnización y la rehabilitación”. Pero lo hace en un capítulo distinto al de las penas. En ese, el artículo 77 establece que el culpable de crímenes internacionales será objeto de “las penas siguientes: a) La reclusión por un número determinado de años que no exceda de 30; o b) La reclusión a perpetuidad cuando lo justifiquen la extrema gravedad del crimen y las circunstancias personales del condenado. Además de la reclusión, la Corte podrá imponer: a) Una multa… [y] b) El decomiso del producto, los bienes y los haberes procedentes directa o indirectamente de dicho crimen”. En otras palabras, la justicia restaurativa no reemplaza las penas, ellas deben ser de “reclusión” y además no es aceptable que el condenado conserve los bienes que procedan de sus delitos. Esos deben ser “decomisados”. De manera que la indemnización debe hacerse con bienes propios, no con los que sean “procedentes directa o indirectamente” de la actividad delincuencial.

Así que si en el acuerdo no se establecen penas de “reclusión”, habrá que estar preparados para que la CPI, más temprano que tarde, ejerza su competencia. La Corte acepta que las penas no sean proporcionales. Así lo prueba el proceso con los paramilitares, con penas de entre 5 y 8 años.

La CPI no ha abierto ni abrirá casos contra los paras beneficiados. Pero dudo muchísimo que acepte que para los guerrilleros solo haya “justicia restaurativa” y “restricciones a libertad, en condiciones especiales”. Por otro lado, ¿habrá que recordar que en el cono sur los tribunales nacionales reabrieron procesos por crímenes de lesa humanidad 20 y 30 años después y aun cuando la ausencia de sanción efectiva había estado avalada por la sociedad a través de referendos?

Los motivos sociales y políticos que amenazarían la sostenibilidad de los acuerdos están en que, por un lado, el 48.5% de los votantes lo hicieron contra Santos, aun cuando fueron señalados de “enemigos de la paz”. Hubieran sido mayoría si la campaña presidencial no hubiera “enmermelado” medio país. Si la fórmula de los acuerdos no consigue un apoyo verdaderamente mayoritario, tendrá serias dificultades cuando cambie el gobierno.

Por el otro, las encuestas siguen mostrado que, aun después de la euforia mediática tras el encuentro de La Habana, las mayorías no quieren que las Farc no paguen por sus crímenes. En la encuesta de Semana, “siete de cada diez se muestran en desacuerdo con que guerrilleros y paramilitares (sic) que hayan cometido delitos paguen penas diferentes a la prisión” y el 71% cree que los guerrilleros y militares que hayan cometido crímenes, aunque “cuenten la verdad, deberían ir a la cárcel”. Si el asunto fuera sometido a referendo, se hundiría.

Claro, por eso y porque el 80% de la gente cree que Timochenko (léase los guerrilleros) no debería poder ir al Congreso, es que Santos sostiene que el referendo sería “un suicidio”. Y por eso en materia de referendo también nos hará conejo.

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