Violencia y crimen organizado

Durante décadas hemos vivido entre la violencia y el crimen organizado, como si nada. Están ahí, nos molestan (al menos a la mayoría), sabemos de su efectividad, pero no pasa nada. Ahí siguen.

Tratamos ambos fenómenos como exógenos a nuestra existencia; como manifestaciones indeseadas que en algún momento extirparemos y podremos seguir, otra vez, como si nada. Aunque sea tranquilizante, en la medida en que no nos implica directamente, esta concepción es errada.

Puede ser que el ejercicio de la violencia haya iniciado como mecanismo utilizado por personas que inicialmente fueron consideradas como enemigas de la sociedad o externas al pacto social, pero con el pasar del tiempo la violencia se incorporó a la vida social como un recurso reconocido para obtener la acumulación de capital (material o simbólico). Aunque es rechazada públicamente, todo el mundo reconoce su brutal efectividad.

La violencia no es algo demencial ni es algo que quiebra con nuestra realidad; por el contrario, es calculada y hace parte de nuestro pan de cada día. La violencia regula las relaciones sociales en todos los ámbitos de la sociedad, en algunos de manera más pública que en otros. La violencia inhibe, moviliza, rige y sanciona. No solo vivimos entre la violencia, sino que la violencia regula buena parte de las relaciones sociales y las transacciones económicas en Colombia. Más que ruido externo es esencia, y siempre está presente.

Algo similar pasa con aquello que llamamos crimen organizado. Resulta cómodo encapsularlo: tratarlo como un cáncer que busca consumir a la sociedad, un mal externo que engulle y busca dañar. Pero la realidad es más compleja.

Después de décadas, el crimen organizado en Colombia no es un contrapoder del aparato oficial. En la actualidad, el crimen organizado está integrado a la dinámica de poder, tanto en el orden local como en el nacional. Actúa en los niveles micro, meso y macro, e, imperceptiblemente, participa en la configuración de relaciones y transacciones.

Con el paso del tiempo, eso que llamamos crimen organizado está en todo lado, pasó de los márgenes a integrar las distintas esferas sociales, políticas y económicas del país. Ya no de manera ramplona, como apariencia fastidiosa que penetraba los lugares exclusivos, sino como parte intrínseca de lo exclusivo. Esa fuente de violencia extrema que, en algún momento, se pensó como extrínseca a la sociedad y al poder público está, hoy, incrustada en el ejercicio del poder público y económico del país. Ya no como una degeneración sino como expresión dinámica de las relaciones de poder en Colombia. Su efectividad no es contendida y su capacidad de movilizar recursos es utilizada por la mayoría (si no por todos), en menor o mayor grado, dependiendo de necesidad o conveniencia.

La pregunta no es si el crimen organizado y el ejercicio coercitivo de la violencia influyen o corrompen el Estado sino qué tanto han cambiado su configuración. La imbricación es tan profunda que tanto Estado como crimen organizado dependen el uno del otro. Puede ser que desde el nivel central o en las capitales del país sea fácil representar (y creer en la representación) de la relación entre Estado y crimen organizado como una de antagonismo; en el nivel local, la simbiosis es evidente. Es hora de que lo reconozcamos y que entendamos a qué nos tenemos que enfrentar si en efecto es nuestro interés recuperar el Estado social de derecho.

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