No es la revolución, es la barbarie

La acción del ELN en Güicán, Boyacá, vuelve a recordarnos la barbarie de la guerra. No hay heroísmo revolucionario que permita justificar la masacre que el ELN perpetró contra los doce miembros de la Fuerza Pública.

Basta con ver los rostros de los soldados asesinados para corroborar, una vez más, que en esta guerra la única victoria es la que reclama día a día la estupidez humana. Eran unos niños. La mayoría de ellos apenas tenía la edad suficiente para votar por primera vez y, sin embargo, fueron acribillados mientras garantizaban el derecho al voto de 130 indígenas u'wa.

Los hechos ocurrieron en la madrugada del 26 de octubre. Pocas horas antes, el presidente Juan Manuel Santos, acompañado por el vicepresidente, el ministro de Interior y el ministro de Defensa, afirmó, en alocución nacional, que la jornada electoral del 25 de octubre había sido la más pacífica y tranquila en muchas décadas. Sin embargo, el presidente olvida que no todos los colombianos ejercen su derecho al voto en Corferias o en el colegio del barrio, y que hay zonas del país donde la luz, el agua, los médicos y la democracia tardan más de dos horas en llegar (tiempo en que la Registraduría Nacional tuvo los resultados listos).

Las palabras del Presidente resultan desafortunadas en contraste con los hechos que tuvieron lugar en las montañas de Boyacá. Nos recuerdan que hay dos países: uno en el que Estado puede hacer fuerte presencia y otro en el que los ciudadanos están expuestos al poder coercitivo de múltiples actores armados, llámense FARC, ELN o bandas criminales.

De ahí que no sea menor el hecho, pues no solo expone la crueldad de la guerra, sino que abre otras preguntas más complejas: ¿cuántos territorios como el de los indígenas u'wa, en Güicán, existen en el país, donde la democracia debe llegar en brigadas militares, con guías y miembros de la Registraduría? ¿Cómo evitar que la realidad del país no se siga construyendo desde los grandes centros urbanos, de espaldas a esas otras Colombias, en los que el Estado solo aparece en los periodos electorales? ¿Qué tan preparados estamos para enfrentar estos desafíos en el llamado posconflicto?

Pero quizá la pregunta que más nos hacemos muchos colombianos y para la cual quisiéramos tener pronta respuesta es aquella sobre el proceso de paz con el ELN. Resulta triste que el país político (como lo llamaba Gaitán) en su afán de reclamar como suya la victoria de las elecciones del 25 de octubre, haya disminuido el impacto que tuvo la masacre de los once militares y el policía en Boyacá. La respuesta que dé el Gobierno no debe limitarse a la persecución del frente guerrillero que asesinó a los miembros de la Fuerza Pública. Debe también ser enérgica desde el punto de vista político en los diálogos exploratorios que se adelantan en Ecuador con esta guerrilla.

No se puede reducir la muerte de estos soldados a hechos de guerra y, mucho menos, aceptar la tesis de que la guerrilla arrecia su acción militar en vísperas del inicio formal de la negociación, como una muestra de fuerza que le dé una mejor posición en los diálogos. No es aceptable que bajo estas premisas se continúen sacrificando vidas humanas como si fueran fichas de ajedrez en un tablero infinito.

En los años que lleva esta guerra, el ELN ha demostrado que es capaz de sacrificar a sus propios hombres con tal de no traicionar sus ideales. Su estricto dogmatismo le ha hecho perder más miembros por sus llamados “juicios revolucionarios” que por las bajas causadas en enfrentamientos con la Fuerza Pública. Del huracán de su idealismo revolucionario, hoy resulta difícil encontrar una sola brizna de humanidad.

Esta vez la pregunta no es para el presidente de la República, sino para los comandantes del ELN. ¿De qué sirven comunicados como el que publicaron el 3 de noviembre, en el que cuestionan la visibilidad que tienen los muertos de la Fuerza Pública, en contraste con la insensibilidad que muestran los medios de comunicación frente a las bajas en combate de sus “compañeros”? ¿De qué sirve afirmar que ningún guerrillero se alegra con la muerte de un soldado, cuando al final ambas muertes se reducen a cifras que se amontonan en el olvido?

Tal vez es el momento de que el ELN retome su senda revolucionaria y acepte que los hechos ocurridos en la madrugada del 26 de octubre fueron un lamentable error. Tal vez es el momento de que reconozca que esas doce muertes no cambiaron el curso de la historia y se plantee, de manera irreversible, el fin de estos cincuenta años de guerra.

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