Devastación vergonzosa

La minería ilegal es una catástrofe social que exige, cuanto antes, mano firme de las autoridades.

Del ambicioso especial que este diario publicó el jueves pasado, ilustrado con impresionantes fotografías tomadas desde un dron y acompañado de reportería exhaustiva, habría que concluir que la minería ilegal es una desgracia a la que el país no ha estado poniéndole suficiente atención.

Si se marcaran con puntos rojos en el mapa de Colombia las zonas en donde se saca oro de aluvión, el resultado sería un espectáculo grotesco: 6.330 puntos y 200.000 hectáreas “impactadas”, “arrasadas” o “con total afectación” –sobre todo en Chocó, Antioquia, Bolívar y Córdoba–, según las cifras del Sistema de Monitoreo Antinarcóticos de la Policía.

Son lugares en los que no hay ya vida vegetal y los colores son blancos y amarillos por culpa del mercurio y el cianuro que usan los mineros en esta fiebre del oro que ha dejado devastado el territorio nacional, y que se han ido filtrando a las corrientes hídricas subterráneas y a los imponentes ríos chocoanos.

Se trata, por supuesto, de una tragedia ambiental, pero es asimismo una vergüenza. Pues significa que mientras se ha discutido a fondo el fin del conflicto con las Farc y se ha hablado desde una orilla o la otra de la paz, poco se ha tenido en cuenta el enorme deterioro del tejido social que ha traído la explotación minera ilegal; poco han circulado imágenes tan desoladoras –de los ríos contaminados y de los desiertos que van tomándose las capas de la tierra como una mancha amarilla– como algunas de las fotografías del especial mencionado; y poco se ha caído en la cuenta de que hoy en día el negocio de las dragas y retroexcavadoras resulta muchísimo más rentable que la coca, y solo un 13 por ciento del oro explotado sale de minas tituladas.

En el evento de que se firme el acuerdo con las Farc, que se ha imaginado para el próximo 23 de marzo, Colombia amanecerá ante una catástrofe social a la que tendrá que enfrentarse como a una emergencia: a los capos de la minería ilegal, a las bandas criminales y a las tropas guerrilleras que persistan en su intención de dominar esas zonas de explotación habitadas por cientos de miles de colombianos empobrecidos o empujados a la miseria, a los mineros que no sabrían qué más ponerse a hacer, a las enfermedades irreparables que los peces y los ríos han llevado a cuestas, a los siete billones de pesos que se quedan en los bolsillos de hampones e informales.

Apenas se llegue a un acuerdo definitivo, y el país se dedique a comprenderlo del todo, seguiremos teniendo enfrente uno de los más graves problemas que hemos ido dejando para mañana: la ética de la ilegalidad, la tolerancia a la astucia que vence la ley, pero que necesita mano firme del Estado.

Es en esa cultura de la ilegalidad, sobrediagnosticada y discutida hasta el cansancio desde la academia y las páginas de opinión de los diarios nacionales, en donde ha estado el origen –allí y en las desigualdades, por supuesto– de muchos de los males y devastaciones que ha estado enfrentando el país: la corrupción, el narcotráfico.

Quizás sea ese, el de la lucha frontal contra la ilegalidad, el de una educación centrada en el respeto por la ley, el siguiente camino que deba convocar a todos los colombianos apenas se consiga dejar atrás una guerra que ya cumplió cincuenta años.

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