Negociaciones, cesiones y sumisiones

No es propio de quien sinceramente desea la paz pretender que ella se edifique sobre revisiones amañadas de la historia.

Si en realidad la firma de un acuerdo negociado con las Farc se está acercando, y ciertamente el proceso de La Habana se encuentra en su fase final, ni la guerrilla ni las autoridades ni la sociedad en general deben perder el norte respecto de lo que significa vivir en democracia, hacer parte de un Estado de derecho y, por tanto, del significado que tienen las instituciones.

El orden y la autoridad no pueden olvidarse, rescindirse, cederse ni negociarse. Son ellos los garantes de una paz sólida y perdurable, de una paz verdadera y en la que todos puedan creer.

Los mensajes enviados hasta ahora dejan mucho que desear. Por una parte, el Gobierno y las autoridades del Estado han dado un pésimo ejemplo. Se ha demostrado que, en aras de la supuesta paz, el pacto social que establece la función, el rol y el significado de las tres ramas del poder público pasó a un segundo plano. Ni el Ejecutivo ni el Legislativo ni el Judicial y mucho menos los órganos de control del Estado han sido protegidos.

Se ha negociado lo innegociable y se han ignorado los límites naturales, así como las funciones constitucionales y legales de cada uno de los poderes legítimos del Estado.

Ello se evidencia con la renuncia que hizo el Congreso —por iniciativa del Gobierno— a legislar siguiendo los procedimientos establecidos por la Carta Fundamental. La dudosa actuación que han tenido los distintos órganos de la Rama Judicial, que la tiene sumida en el más profundo desprestigio, generó una crisis de proporciones nunca antes vistas y suscitó la desconfianza de la ciudadanía. Como si lo anterior no fuera suficiente, el Ejecutivo sigue haciendo esfuerzos para obtener unos poderes más propios de regímenes totalitarios que de democracias liberales. En fin, se quiere supeditar el orden jurídico e institucional sin importar las consecuencias que a mediano y largo plazos traiga esto para la gobernabilidad y, peor aún, para la paz.

Por su parte, las Farc no han dado muestras de querer acoger el orden democrático de la nación. Todo lo contrario. Faltaron a su palabra, por ejemplo, al decir que cesaron los ataques o los secuestros cuando ello en realidad no sucedió, o cuando ante un hecho amistoso del Gobierno, como fue la aplicación del indulto a unos delincuentes políticos, no solo no reconocieron el gesto, sino que haciendo un berrinche buscan el bien para Colombia: criticaron y buscaron que no se aplicaran los procedimientos que la ley y la Constitución exigen para este tipo de medidas. O cuando solo reconocieron como víctimas de sus atroces delitos y del conflicto a sus más acérrimos amigos y defensores. No es propio de quien sinceramente desea la paz pretender que ella se edifique sobre revisiones amañadas de la historia.

A todo lo anterior se suma el cambio en las reglas aplicables al plebiscito que se quiere llevar a cabo para que el pueblo se manifieste sobre los acuerdos suscritos en La Habana. Este hecho y la forma en la que se produjo le restan la importancia que debiera tener un pronunciamiento popular sobre la trascendental materia. Pareciera que se trata de manipular la voluntad ciudadana y de acomodar las mayorías para que por ningún motivo se ponga en riesgo lo pactado. Es decir, el resultado no producirá una legitimación verdadera de los acuerdos.

¿Será una cortina de humo y una excusa para seguir adelante con la implementación de lo firmado?, ¿o será una idea que se quiere dejar avanzar para que, tras la impopularidad y la irracionalidad constitucional e institucional, finalmente se haga de nuevo la voluntad de la guerrilla, esto es, una asamblea constituyente a la que también se invite al Eln, con quien ya se avanzaron negociaciones?

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