Los ineptos y el poder

Venezuela es un país apenas movido por la inercia, si es que puede hablarse de algún tipo de dinamismo, o de cierto tipo de locomoción, cuando se dejan las cosas a la buena de Dios. Un predominante no hacer nada, o una espera de que otro haga lo que yo pienso hacer, pero no me atrevo, destaca en el panorama. No vemos la situación con ánimo de criticarla en términos absolutos, sino solo de pensar en ella como posibilidad de calcular la magnitud de la crisis que padecemos.

El tamaño de los padecimientos que se viven en todas partes ha puesto a la colectividad ante un desafío propio de titanes. Son tan numerosos y graves los problemas provocados por una pésima administración que lleva 16 años promoviéndolos y alimentándolos, que los diferentes sectores concernidos por la situación no se sienten con fuerzas para salir del atolladero, no saben en realidad a qué atenerse o prefieren soslayar los pensamientos extremos que rondan su mente en la búsqueda de soluciones enfáticas.

El gobierno no va a hacer nada para salir del atolladero como no sea colocar obstáculos al accionar de la Asamblea Nacional para comprar tiempo, desconociendo que lo saludable es asumir valientemente una rectificación vigorosa y profunda.

Los viejos esquemas y las falsas promesas van no solo a contramano de la historia sino que, para mayor desgracia, hacen peso en el hundimiento general de la economía y, de paso, profundizan la crisis social y moral del país.

Para el narcomadurismo ello implicaría el reconocimiento de los errores y los delitos que han guiado su gestión desde el advenimiento de Hugo Chávez, padre y señor del escombro en el cual se ha convertido Venezuela.

Implicaría, además, un cambio de conducta diametralmente distinta a la que han mostrado los revolucionarios desde su origen y de la cual se han enorgullecido como vanguardia de un proceso supuestamente positivo para los gobernados. Cualquier movimiento en ese sentido descubriría, sin posibilidad de disimulo, su papel de conductores del desastre, su responsabilidad sin excusas en el entierro del país.

La oposición tampoco tiene la posibilidad de marcar un itinerario capaz de remendar el entuerto en breve plazo. Por las mismas razones, en principio: son gigantescos los problemas, hasta el punto de que no saben por dónde empezar sin que se provoque un cataclismo que sus líderes no puedan controlar.

Un intrincado mapa de mil caminos, cada uno más desafiante que el otro, les aconseja una estrategia que impida retrocesos y rectificaciones, apuros peligrosos, maromas sin red de protección. De allí que tampoco parezcan dispuestos a dirigir una aventura sin pronóstico seguro. ¿No es mejor para ellos el poco a poco de la rutina? Pero así estamos todos: los opinadores, los académicos, los estudiantes y el pueblo en general. Aquí no faltan las apuestas aventuradas, pero también están presentes las sugestiones de una moderación que confía en que las cosas se pudran ellas solas hasta que se caigan de la mata por su propio peso.

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