Niños condenados al desierto

En los barrios de la parte más alta de las laderas de Medellín es posible percibir la desnutrición de los niños en la escasez y la opacidad de su cabello. En otras zonas de Bogotá y Cundinamarca, se advierte el hambre y el descuido en las enfermedades de la piel y en las dentaduras malformadas y picadas por las caries desde muy temprano. En los Montes de María y la Serranía de San Lucas los he visto de poca estatura, enjutos. En los alrededores de las selvas del Caquetá y Putumayo se les notan las barrigas hinchadas, tal vez por las colecciones que guardan de lombrices y amibas, y por las afecciones gastrointestinales.

Niños, todos. Muy enfermos, tantos. Por la falta de comida de calidad. Porque no les administran nunca una pastilla para desparasitarlos, para limpiarles de la panza los restos de las aguas malas que beben: contaminadas, recogidas en baldes sucios, en albercas y charcos estancados.

Ahora nos llegan las fotografías de los peladitos de La Guajira, sobre ese piso polvoriento de las rancherías que quema y reverbera. De perros flacos y madres también famélicas que alimentan a sus hijos con el poquito de leche que logran escurrirles a sus tecas secas.

Se mueren. Hace como tres años (o una década, o como medio siglo) que desfallecen los pequeños entre las paredes de barro con sus esqueletos de caña. Que dan el último suspiro antes de los dos, de los tres, de los cinco años. Antes de ser niños están condenados a marchitarse de hambre. A fallecer tostados por el sol y la sed, sumados a los esqueletos de los chivos y las cabras.

Sus tasas de desnutrición (léase sus tazas vacías de leche, en mesas sin sopa, sin yuca, sin queso) son las más altas del país. Y ahora caen como moscas resecas en ese paisaje desértico donde apenas sobra el agua para dragar y lavar el carbón. A ellos los humillan las mangueras y los grifos del Cerrejón. Ellos que no tienen una gota de sobra para lavarse la cara y desmugrarse los pies, agrietados por el cascajo y la arena.

Esos niños de este país a los que envuelve la fiebre sin un analgésico… la fiebre del oro y del petróleo cerca a los páramos de San Turbán y Los Nevados (Marmato) o en Arauca, donde se chorrean mercurio y cianuro. Allí donde deambulan con sus ropas raídas y sus caras de orfandad.

En las calles de Medellín, junto a la Plaza Minorista, adonde van con sus madres y sus hermanitos a pescar en los caños y en las canecas las frutas “pichurrias”, los desperdicios. Allí arañan el queso vinagre y raspan el pan duro.

Esos niños del país más feliz del mundo, de la magia salvaje, muchos condenados al olvido y la muerte.

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