Los acuerdos versus la paz

A la vez que arrecian campañas para asimilar la paz con los acuerdos que se van a firmar con la guerrilla, se busca que quien pregunte por sus contenidos sea visto como promotor de “la guerra”.

El interrogante de cuál es el alcance jurídico-normativo de los acuerdos firmados por el Gobierno colombiano y las Farc no tiene todavía respuestas ni definitivas ni satisfactorias.

La idea que se comunicó al país tan pronto se revelaron las negociaciones entre ambas partes, fue la de que habría un acuerdo político que tendría posteriormente una refrendación popular, para ser sometido luego a desarrollo legislativo, fuera por el Congreso o fuera por Asamblea Constituyente.

Pero en el camino, como en tantos otros temas durante este gobierno, las cosas se han ido cambiando sin que la ciudadanía parezca enterarse. En el Congreso avanza el proyecto que otorgará poderes extraordinarios al Presidente de la República, para que sea él quien, investido de facultades legislativas, desarrolle los acuerdos. El mismo Congreso voluntariamente recorta con esta reforma sus propias facultades.

Como esta iniciativa avanza sin mayores tropiezos pero generará debate en algún momento por el desequilibrio entre los poderes públicos, reaparece al mismo tiempo la demanda ante la Corte Constitucional que busca que los acuerdos con las Farc tengan el valor de “tratado”, con fuerza supraconstitucional autónoma, no susceptible por tanto de desarrollo ni control posterior de ningún otro poder del Estado. Entre una y otra posibilidad, al Gobierno le será fácil ofrecer a los ciudadanos la primera opción como la menos perversa, y aplacar así los inevitables cuestionamientos.

Paralelamente a todo esto, las campañas gubernamentales y de sectores diversos apuntan a inducir un ambiente favorable a la paz y a la reconciliación, algo en lo que no habría que estar en desacuerdo. El problema es cuando estas campañas presentan esos valores de paz y reconciliación como efecto inmediato e incuestionable de los pactos de La Habana. Y quien interrogue o cuestione aspectos de estos acuerdos (de los conocidos hasta ahora) queda señalado como saboteador de la propia paz. Como un guerrerista.

Preguntar por aspectos puntuales del acuerdo de justicia transicional, y ejercer el legítimo derecho de cuestionarlos, no es ser enemigo de la paz. Inquirir por qué deberá ser el Estado quien pague los abogados de los excombatientes de las Farc (punto 46 del acuerdo) si ellos manifiestan “no tener recursos”, no es ser enemigo de la reconciliación. Hacer una reflexión ética sobre la ausencia de limitación para la participación política de los guerrilleros así sean autores de delitos atroces (punto 36 de acuerdo del 15/12/2015) no es ser guerrerista. Es ejercer el derecho de fijar posición sobre el rasero ético que habría de definirse para el ejercicio de la actividad política en un país como el nuestro.

Todo esto tiene importancia esencial para el futuro de nuestra democracia porque, si llegare a aprobarse la celebración del plebiscito por la paz, vendrá también el momento en que este se planteará como un voto por la paz, como si tal valor supremo pudiera votarse, cuando lo cierto es que se trata de un mecanismo de participación popular para que los ciudadanos aprueben o reprueben, en concreto, los acuerdos firmados con las Farc.

De seguir primando la publicidad por sobre el contenido directo de lo que se pacte con la guerrilla, del tenor literal de esos pactos y sus consecuencias que van mucho más allá del no uso de las armas, tendremos a los colombianos mirando con embeleso entrar un Caballo de Troya, ignorando casi todos -porque quieren- lo que el animal lleva adentro.

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