Cesa el fuego con las Farc (I)

Ayer se firmó el cese el fuego bilateral y definitivo con las Farc, se asumió la protección de sus desmovilizados y se aceptó el plebiscito como vía refrendatoria. La firma del acuerdo final queda pendiente.

Aunque sea apresurado y optimista en exceso rotular el de ayer como #elultimodiadelaguerra, sí hay que reconocerlo como un momento histórico en el que las Farc, por fin, dieron el paso de asumir ante Colombia y la comunidad internacional su renuncia a la violencia y a las armas como métodos para buscar la imposición de su doctrina.

Los voceros de las partes que suscribieron los acuerdos de ayer fluctuaron entre la emoción que los llevó a declarar la paz como una realidad indiscutible y sin reversa, y la cautela de advertir que aún no hay un acuerdo final y que quedan puntos sin resolver que deberán ser negociados en las siguientes semanas.

Todos los intervinientes de ayer (Raúl Castro, Ban Ki-moon, alias ‘Timochenko’ y Juan Manuel Santos) celebraron los acuerdos y al tiempo mencionaron en sus discursos las dificultades que habrá que sortear y el reto de responder y cumplir con los compromisos asumidos.

Mientras “Timochenko” intentaba reivindicar la legitimidad del accionar violento de su organización guerrillera y de dibujar a sus comandantes como víctimas de un sistema opresor, el presidente Santos hablaba de “la guerra” y el dolor causado por ella sin determinar responsabilidades, como si toda la sociedad hubiera elegido esa vía. En la mirada histórica las Farc habrán de contabilizar muchísimas víctimas, décadas de violencia y el sabotaje a la infraestructura nacional, daños al medio ambiente y a doce gobiernos elegidos democráticamente.

De algunos renglones de los acuerdos firmados ayer puede desprenderse un inédito e importante reconocimiento de las Farc al sistema democrático colombiano, a sus instituciones y al papel de las Fuerzas Armadas. Esto para esa guerrilla no es un giro suicida en cuanto ella misma acordó el estatuto de justicia que la cobijará y los alcances de la jurisdicción que les aplicará leyes especiales favorables, que no obstante el presidente Santos intentó de nuevo presentar ayer como garantía de no impunidad, algo remoto si se miran los textos de justicia transicional del pasado 15 de diciembre.

Las invocaciones a un país en paz, que ciertamente abren escenarios de esperanza para un futuro distinto que no debe ser negado de antemano, no deben solapar el mayúsculo reto para el Estado, sus gobiernos y la sociedad en general, así como para la propia guerrilla, que aunque no lo diga tiene que saber que un país tremendamente golpeado por ella aún hoy les ofrece, generoso, un margen para saber si sus declaraciones de paz obedecen a un genuino compromiso que abarca verdad, reparación a miles de víctimas y garantías de no repetición.

Mientras se prepara el acuerdo final que habrá de ser refrendado por los colombianos en un plebiscito aceptado ya por las Farc, también es hora de asumir la deuda con un país todavía desconocido para muchas capas de población urbana. Hay toda una Nación que espera saber para qué sirven el Estado, su clase dirigente, y qué lugar tiene en una sociedad que se dice reconciliada.

Por obvias razones de espacio no es posible comentar todos los puntos de los acuerdos firmados ayer, así como para hacer las preguntas que quedan abiertas. Mañana haremos otras reflexiones e interrogantes, abogando por lo pronto por el fin de campañas de miedo y presión social alentadas tanto desde sectores del Gobierno, las Farc y de la oposición, así como de aquellas que quieren imponer visiones únicas a los medios de comunicación y fórmulas unilaterales para el tratamiento de la información. Si es verdad que estamos ante un cambio de época, lo primero será asumir cabalmente los valores de la tolerancia -no solo con quien piensa como uno- y del auténtico debate democrático.

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