Fuerzas en el posconflicto

Las Fuerzas Armadas habrán de asumir grandes cambios estratégicos y misionales. Tendrán retos externos e internos. El Estado y la sociedad habrán de velar por quienes dejen las filas.

Las Fuerzas Militares (Ejército, Fuerza Aérea, Armada Nacional) y la Policía llevan ya un buen tiempo estudiando las transformaciones que habrán de introducir a sus estructuras organizativas y misionales, con un país en posconflicto que el Gobierno Nacional da como cierto.

Pero como decíamos en un editorial anterior, sea que haya firma de acuerdos con las Farc y más remotamente con el Eln, sea que en efecto entremos al posconflicto, o que por el contrario, persista la confrontación armada a pesar de las cesiones sin límite que el Gobierno formalizó en los preacuerdos suscritos en La Habana, las Fuerzas Armadas requerirán cambios en el corto plazo, pues en todos los escenarios los desafíos serán cambiantes. Y en el mediano y largo plazo, con mayor razón.

En el escenario del posconflicto, que lejos de lo prometido no equivale de forma automática a tener un país en paz, cada una de las fuerzas seguirá teniendo un papel esencial en el mantenimiento del orden público y la seguridad ciudadana. Y, salvo la Policía, cuya función es eminentemente nacional, las demás suman el deber de la defensa del país y su soberanía territorial frente a amenazas externas. Estas nunca deben descartarse, y el país debe tener siempre al día, preparados, planes de acción defensiva -y en ciertos casos excepcionales, ofensiva- contra acciones de otros Estados.

Las fronteras patrias, por ejemplo, deben ser objeto de mayor presencia, máxime en momentos en que la inestabilidad política, social y económica del país cuya frontera compartida es la más extensa -Venezuela- obligan a precaver no solo flujos migratorios y crisis humanitarias, sino acciones hostiles que requieran uso de la fuerza. O fronteras como la de Panamá, con incesante paso de personas que usan pasadizos controlados por mafias.

No son menores las amenazas para la seguridad pública en el interior del territorio. El control de bandas criminales, de redes de extorsionistas, de las formadas por aquellos que no se sometan a los procesos de reinserción y reintegración social. El contrabando. La presencia y control de ríos por grupos ilegales.

El narcotráfico es capítulo especial. Allí se combinan las estrategias de todas las fuerzas. Quien diga que este se reducirá por la desmovilización de sectores de las Farc desconoce la realidad económica y social. La ambigüedad del Gobierno frente al combate al narcotráfico -legalizar o no, perseguir o no- tampoco ayuda a la consolidación de una estrategia exitosa.

Otro problema que habrá de asumir el Estado es el de los uniformados que dejan de hacer parte de las filas. No puede aceptar el país que queden abandonados a su suerte, máxime cuando ven que para lograr los acuerdos de desarme con la guerrilla a los excombatientes se les ofrecen múltiples posibilidades. Sería imperdonable que a quienes portaron las armas del Estado y representaron la legitimidad institucional se les deje expósitos. Los uniformados esperan también aquí una respuesta del sector productivo.

No pueden dejarse prosperar visiones revanchistas contra la Fuerza Pública. El posconflicto coincidirá con el sometimiento no voluntario de muchos uniformados a un sistema de justicia diseñado en La Habana por la que fue su enemiga durante años. Así se les diga que tendrán trato “diferencial y equitativo”, las dificultades serán enormes. Son miles de militares y policías los que se sienten por completo indefensos, convertidos de repente en culpables de lo que pasó en este país en las últimas décadas.

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