La educación antieducativa

Los colegios son, básicamente, el entorno dentro del cual niños y adolescentes aprenden a vivir en orden y libertad a partir de unos criterios pedagógicos. Allí, no solamente reciben las clases para sentar las bases del conocimiento, sino que socializan, comienzan su vida colectiva y se forman un juicio preliminar sobre la cosas. Por lo demás, en conjunto con las insustituibles enseñanzas de la familia.

Es por ello, ciertamente, que la Constitución colombiana expresa textualmente dentro de los derechos fundamentales: “El Estado garantiza las libertades de enseñanza, aprendizaje, investigación y cátedra”. No puede, por ende, convertirse el Estado en un organismo omnímodo y omnipresente que, por vía de un autoritarismo inusitado, pretende llevar sus tentáculos hasta cada uno de los manuales de convivencia de las miles de corporaciones educativas colombianas para imponer un pensamiento único, al estilo totalitario, desde los púlpitos de la burocracia y los cenáculos estatales.

Para construir los manuales de convivencia tiene que haber diálogo, consenso y sobre todo escucha de los profesores, los jóvenes y los padres de familia. Y dejar a discreción de la propia institución lo que considera conveniente y fundamental a sus objetivos educativos, dentro de conceptos razonables, bien sean aquellas del orden privado o público, religioso o laico.

Ni más faltaba que esto no fuera así dentro de una democracia, como la colombiana, que nace y debe su existencia a la libertad de discernimiento. Base, lo anterior, de la dignidad humana. Cuyo fundamento, asimismo, se corresponde con unas creencias que se adoptan paulatinamente en el colegio y se convierten en el nutriente básico de la existencia. Lo que se llama, en términos didácticos, la formación de la consciencia. 

Esa formación, pues, no es exclusivamente instructiva. No se trata, entre otros, de sumar dos más dos, de saberse los ríos y la historia, de entender los fenómenos físicos y químicos, de desarrollar la capacidad verbal y la expresión escrita. No. Todo ello es, desde luego, fundamental. Pero en la misma medida lo es que la pedagogía esté dirigida a formar buenos seres humanos que puedan, más tarde, realizar sus objetivos tanto a partir del esfuerzo personal como dentro de un marco de solidaridad colectiva. De hecho es en buena parte en el colegio donde, como último motivo y realización de sus fines, se enseña a ser, a pensar y a discernir.

En tal sentido, el manual de convivencia del colegio, un tema aparentemente menor pero de importancia mayúscula, no solo establece el código de conducta que la institución espera del alumnado, sino que por igual es el marco de referencia por medio del cual el alumnado se adscribe a la institución. De modo que hay un compromiso recíproco que genera una identidad mutua entre directivas, educadores y educandos y que permite una unidad de propósitos durante el prolongado transcurso de la colegiatura.

Todo lo anterior viene a cuento a raíz del debate en torno a la revisión de los manuales de convivencia de los colegios, ordenada por la Corte Constitucional al Ministerio de Educación, a fin de incluir en ellos el amparo de personas como Sergio Urrego, un joven homosexual que terminó suicidándose por matoneo en el colegio y la vista gorda de la rectoría.

Por desgracia, este caso lamentable se ha llevado a extremos y en estos días, cuando se ha empezado a poner en marcha la orden, circuló un manual salido del Ministerio de Educación en el que se dice, como canon indiscutible, que no se nace hombre o mujer sino que el género es un tema netamente cultural y de ahí para adelante lo que pueda ser propio de concepto tan arrevesado. Y que a no dudarlo es base de lo que, hace un par de semanas, denunció en términos generales el papa Francisco, en su visita a Polonia, como los intentos de imponer la “ideología del género”. 

Semejante despropósito incrustado en subalternos del Ministerio de Educación, calcado de un furtivo manual extranjero y por anticipado de truculentas nociones extranjerizantes, terminó de rebasar la copa de la gran mayoría de la ciudadanía y hoy por supuesto la discusión está encendida. Porque desde luego no es en lo absoluto dable que ese sea el nutriente obligado para niños y jóvenes, mucho menos despreciando lo que ha sido y es esencial al espíritu de la educación colombiana.

La equivocación radica, principalmente, en saltarse los cánones constitucionales, incluso por la misma Corte. En efecto, no es en los manuales de convivencia donde debe centrarse el tema, sino en la cátedra obligatoria y permanente que ordena la Constitución en los colegios, como derecho fundamental, para instruir a los jóvenes en los valores democráticos y cívicos, incluyendo la no discriminación pero al igual muchas otras características. Dice la Carta: “En todas las instituciones de educación, oficiales o privadas, serán obligatorios el estudio de la Constitución y la Instrucción Cívica”. Eso es lo que falta y en proporciones superlativas. ¿Y eso quién lo vigila?

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