Las negociaciones de La Habana nacieron con un pecado original y hoy pagan las consecuencias: el gobierno no quiso nunca entender o aceptar, por estrategia o por ambiciones de pequeña política, que un tema de ese calibre, complejidad y trascendencia tenía necesariamente la naturaleza y dimensión de un asunto de interés nacional, que debía generar acercamientos y no confrontaciones entre los colombianos, para que fuera expresión de la decisión de un pueblo que por encima de sus diferencias, se une para luchar por un bien superior que todos desean.
Desde el comienzo muchos consideramos que no podía ser un proyecto partidista – de una parte – y que, obviamente el camino para lograr abrirle el camino a la paz no era exacerbando las pasiones y el maniqueísmo. Para rematar, con esa misma lógica el gobierno planteó la estrategia del plebiscito cuando parecía que era la última oportunidad para lograr unir fuerzas y no dividirlas. No se hizo y ahora, para colmos está claro que el gobierno nunca contempló que el NO ganara; no tenía un plan B, solo el afán de mostrar un resultado para de inmediato, la misma semana, estar preparando el discurso de aceptación del Premio Nobel que pronunciaría en Oslo. En esa línea se ubica, entre otros, el evento de Cartagena Pero la realidad no se deja mangonear y el resultado fue otro.
Esa realidad es más rica en posibilidades que la más minuciosa de las estrategias y el resultado del domingo, en medio del desconcierto y rabia de muchos, le vuelve a dar otra oportunidad a una paz que se fundamente en un sólido apoyo ciudadano – integrado (nacional) y no partido (partidista) -; ello es posible porque la votación no le dio el triunfo a ninguna de las partes, con lo cual abrió el espacio, la necesidad de llegar a un acuerdo que reúna a las dos mitades, pues ambas quieren la paz.
Pero que quede claro, ni todo el voto por el sí es santista ni todo los del no son uribistas. Para el efecto es necesario asumir la situación como colombianos y no como sectarios partidistas. Por el lado de las FARC debe quedar claro que no se trata de “ponerles conejo” con respecto a la decisión de paz pero, como se había convenido, si los acuerdos no tenían el respaldo ciudadano no quedaban en firme.
El primer paso inmediato es que el gobierno y el uribismo, como vocero del No, revisen los puntos más sensibles de las diferencias con el proyecto de acuerdo, para definir una posición unificada. A continuación, ojalá esta misma semana, se sienten gobierno y FARC para discutir la nueva situación de origen democrático, que se produjo sin maquinaria ni mermelada, para acordar los ajustes y precisiones de algunos de los puntos en principio convenidos.
Por lo que se conoce de los planteamientos e inquietudes planteados por Álvaro Uribe, que no necesariamente expresan plenamente el querer de los votantes del no, son asuntos importantes pero puntuales que podrían incorporarse como aclaraciones concretas a aspectos específicos de los acuerdos, como parecen ser: los jueces que en el marco de la justicia transicional aboquen el caso de miembros de las fuerzas armadas, deben ser distintos a los de la guerrilla; destacar el respeto a la propiedad privada sobre la base de que en la negociación no se modifica el modelo económico; el tema, espinoso para todas las partes, del peso que como fuente o prueba de acusación puedan tener denuncias a personas por entidades que no son de investigación, pues podría dar pie a una verdadera cacería de brujas que alimente la epidemia de testigos falsos que se tomó los estrados judiciales; que las FARC desmovilizadas veten a ciudadanos para ejercer cargos públicos o ser miembro de las fuerzas armadas, que acabaría siendo una especie de clientelismo a la inversa: no propongo pero sí veto; finalmente le preocupa el vacío constitucional que generaría elevar a bloque constitucional las casi trescientas páginas de un acuerdo que debiendo ser un documento político vinculante que define objetivos, asigna responsabilidades y traza derroteros de acción, terminó convertido en un engorroso y meticuloso manual de instrucciones para “armar el nuevo país”, metiendo a un proceso que es complejo y colectivo y en muchos aspectos impredecible sobre su dinámica, en una verdadera camisa de fuerza que termine por cortarle las alas a lo que hoy más necesita Colombia, liberar la creatividad de sus gentes, de sus comunidades, de sus empresarios y académicos, de los nuevos proyectos políticos, de los nuevos dirigentes sociales y políticos que habrán de surgir, fruto de la dinámica ciudadana de transformación social, producto de unos acuerdos que liberan, que no constriñan.
Con lo del domingo, más que nunca, se hace necesaria una Asamblea Constituyente que, esa sí, deje en firme el fruto del gran acuerdo nacional para la paz. Puedo estar equivocado pero creo que vivimos momentos tensos y difíciles que sin embargo pueden aportarle al camino a la paz lo que le faltaba desde sus inicios, su vocación y naturaleza nacional y no partidista. Estoy más optimista que el sábado pasado.