Fast track y desbalance de poderes

El Gobierno y su coalición parlamentaria urge el otorgamiento de poderes exorbitantes al Ejecutivo para poder afianzar la paz. La presión a la Corte Constitucional es abierta.

Hay una enorme presión a la Corte Constitucional, proveniente de diversos sectores pero en lugar principal del Gobierno Nacional, para que le habilite el llamado “fast track”, para proceder de forma expedita a la implementación de los acuerdos de paz con las Farc.

La presión se ejerce de forma evidente, pública y constante. La decisión de la Corte Constitucional se aplazó porque siete de los nueve magistrados salieron de viaje. No es, por demás, la primera vez que se apremia de tal forma a una alta corte. Se ha hecho con el Consejo de Estado y con la Corte Suprema de Justicia.

Tal injerencia del poder Ejecutivo frente al Judicial no ha tenido mayor resistencia, incluso ha servido para que las cortes terminen plegándose a los apremios y demandas del Ejecutivo. Incluso con la puesta a disposición previa de algunos magistrados, acogiéndose a la tesis esbozada por un presidente de la Corte Suprema, de infausta recordación, según la cual “el derecho no puede ser un obstáculo para la paz”.

El fast track que reclaman de forma insistente el presidente Juan Manuel Santos, el jefe negociador Humberto de la Calle, los jefes de las Farc y sus asesores Álvaro Leyva y Enrique Santiago, los congresistas de la Unidad Nacional, entre otros, es el definido en el Acto Legislativo 01 de julio de 2016.

Esta reforma constitucional introduce lo que en otros lugares se llama “poderes habilitantes” y que aquí podríamos denominar poderes exorbitantes para el presidente de la República, con previa cesión de competencias por parte del Congreso que recorta y limita sus funciones constitucionales, de iniciativa legislativa y de control político.

La perentoriedad, el indisimulado afán es que el Gobierno dice que si no se recortan los trámites legislativos y se obvian debates para emitir normas de inmediato, los acuerdos de paz podrían verse en riesgo o incluso romperse.

Es un mecanismo de presión con la velada amenaza de un retorno “a la guerra”. Quien haya leído las 310 páginas del último acuerdo sabe que las obligaciones a cargo del Estado son tan numerosas, exhaustivas, en puntos inabarcables, que la agenda legislativa estará copada para atender las demandas de una guerrilla que se desmovilizará en la medida que sus exigencias sean cumplidas al detalle.

Para casos de urgencia manifiesta, desde 1991 los constituyentes previeron los mecanismos que hoy están definidos en el artículo 163 de la Constitución, que mediante los mensajes de urgencia del presidente activan los trámites legislativos preferentes, con posibilidad de sesiones conjuntas de ambas cámaras. Pero con el fast track se busca otra cosa: que los engorrosos debates legislativos no estorben y que sea el poder Ejecutivo el que legisle.

Hay un escollo legal, y es que el Acto Legislativo 01 de 2016 previó que el fast track solo sería posible si los acuerdos de paz eran refrendados popularmente, esto es, si en el plebiscito del 2 de octubre la mayoría electoral hubiera votado en mayoría por el sí. Como eso no sucedió, se le pide a la Corte Constitucional que elimine esa condición.

En momentos en que frente a toda la comunidad internacional se presenta una foto de final de una guerra y vigencia de la paz definitiva, adentro de las fronteras se ve la trastienda, donde aparece la suspensión constitucional de facto y el rompimiento de todo equilibrio de poderes.

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