Provechosa lectura de los sabios

Se aprende leyendo. La guerrilla es la universidad de las veredas. Y uno pensaba que había empobrecido el país y que sacaba los niños de las aulas y los robaba de sus casas.

La lectura nos ayuda a aclarar el mundo. Y sobre todo la lectura de los grandes pensadores. En mi juventud milité en diversos movimientos de izquierda. Y hasta emprendí la aventura de enlistarme en una pandilla de apasionados que pensaban fundar un foco guerrillero en Santander según el catecismo del Che Guevara, que era entre los jóvenes incautos una especie de nuevo Cristo, con un aire remoto de Cantinflas que más tarde estuvimos en condiciones de advertir. Pero deserté. Porque pronto vi que mis jefes estaban locos como unas cabras. Y tenían un pésimo gusto: cuando se emborrachaban aullaban la Internacional a grito herido, o ponían el disco de 'El sueño de las escalinatas' en la voz ultratúmbica de su autor. Y no se bañaban. Para parecerse a Lenin en el husmo. No sé a qué se debía el gusto por la mugre. Y por qué preferían vestir colores fríos. Combinados con algún dato rojo los días de fiesta, el aniversario de Lenin, o el de la primera diarrea de Stalin.

Fue un proceso: la utopía peló el cobre y empezaron a destaparse los pavores del Kremlin, Vaticano de la sosa fe. Y yo acabé perfectamente decepcionado. Y el perfectamente me fue propicio. Porque mis amigos se fueron muriendo bobamente robando bancos o atracando pequeños comerciantes, y los sobrevivientes degeneraron en la catástrofe moral. No sé si atribuible a la estupidez, la perversión o la esencia del dogma que los chiflaba.

Y al fin mis antiguos compadres se convirtieron en los tipos más odiados del país. Que es mucho decir en uno donde hay tanta gente odiosa entre los últimos pisos de las torres de lujo donde vive la gente educada en las universidades que se roba las universidades, y los barrios de los pobres que mutilan los tiburones, piratean buses, y rompen vitrinas cuando están de mal humor. Ciertos intelectuales de izquierda (sic) son propensos a creer que cuando uno es pobre está condenado a ser ladrón. No tiene lógica. Hay ricos que también roban. Y hay pobres decentes, con una noción del honor y del respeto de sí mismos.

Pero dije que leyendo uno se corrige. O por lo menos va mejorando de equivocaciones. Por ejemplo, hace días una columna de Lisandro Duque casi me convenció de que los comandantes guerrilleros son unos hombres estupendos, austeros e idealistas, unos nuevos cartujos, que no lucen oros porque entregaron su vida a la tarea de salvar el país. Yo traté de refutarlo aquí mismo. Pero el domingo otro columnista a quien leo con devoción para redimir mis errores hizo una revelación deslumbrante que me llevó a pensar que el error es mío: la guerrilla, dijo, había sido civilizadora en nuestros campos. Y los niños estaban allí para evitar los vicios. O porque habían querido cambiar un papá incómodo por un comandante comprensivo que los ayudara a convertirse en hombres. La guerrilla era pedagógica. Y a los pobres de las veredas abandonadas del Estado les convenía que sus hijos aprendieran a cargar a los 16 años 12 horas diarias 25 kilos de impedimenta y un fusil, para que desplegaran el cuerpo y fueran útiles después. Se aprende leyendo. La guerrilla es la universidad de las veredas.

Y uno pensaba que había empobrecido el país y que sacaba los niños de las aulas y los robaba de sus casas. Y que la civilización amansaba los malos instintos de Caín. Entonces esas pobres mujeres del pueblo que en los medios se bañan en lágrimas por sus hijos desaparecidos en “la leva” no son más que payasas del imperio. Y deberían estar felices. Sus hijos las cambiaron por el ideal.

Ah, la muchachada. La retórica de los relacionistas de Tanatos. Del homo necans. No sé cómo Alfredo Molano concilia su eterna justificación de la violencia con los grupos pitagóricos de Gurdjieff donde nos conocimos. Hay algo insincero en eso. Pero tal vez no. Gurdjieff fue un maestro de danza. Y un aficionado a convertir las miserias humanas en fábulas persas.

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