En una democracia

Como método para formar gobierno, la democracia contemporánea es el procedimiento que mejor responde a las expectativas de los ciudadanos que prevalidos de sus derechos quieren participar, a través de elecciones, en el nombramiento de sus gobernantes y sus representantes.

No es perfecto y se caracteriza también porque el cambio de líderes, partidos y movimientos en el poder presupone siempre un cierto nivel de incertidumbre. Sin embargo, en los países que han optado por ella se estipula un conjunto de condiciones básicas que así no siempre se cumplan en su totalidad, tiene el sentido de señalar lo más deseable, algo así como un faro que guía a quienes dirigen la nave del estado en el mar embravecido de las tormentas políticas, sociales e ideológicas propias de las sociedades humanas.

En una democracia, pues, cabe siempre esperar que quienes ejercen el gobierno garanticen la pureza del sufragio ofreciéndoles a los competidores y a los electores toda la seguridad y la transparencia para que realicen sus campañas, se realicen las elecciones en orden, se cuenten los votos con métodos confiables y, sobre todo, se respete el resultado.

Puede ser un lugar común, incluso, una formalidad, de esas que por ser tales no son menos trascendentales, decir que el electorado y en general la ciudadanía, aun la que no vota, tenga la certeza de que el resultado es fiable.

En una democracia republicana cabe esperar que los partidos y movimientos que concurren a la competencia electoral, una vez formado el gobierno, respetarán, en nombre de la nación y de las instituciones vigentes, la separación de poderes entre las tres ramas del poder.

Ello quiere decir que jueces, gobernantes y legisladores habrán de estudiar, analizar y debatir, cada uno en su esfera, las competencias, pertinencia y legalidad de las iniciativas, leyes y proyectos que surten los pasos para que sean finalmente acogidos y ejecutados. Que no puede haber interferencias ni presiones ni ofrecimientos ni gabelas ni tráfico de influencias entre dichas ramas pues de hacerse se derrumbaría la confianza pública en el sistema democrático que exige sin atenuantes el respeto a la autonomía de cada poder para evitar la formación de roscas, gavillas, mafias u otras modalidades de poder arbitrario y dictatorial.

En una democracia se espera que el Congreso, después de recibir las propuestas del gobierno y de escuchar la sustentación de las mismas, entre a deliberar libre de opresión externa que pueda derivar en una degeneración de sus funciones o ser consueta de iniciativas arbitrarias. Es decir, un congreso o parlamento que se respete puede llegar a través de la discusión y el análisis a denegar o modificar iniciativas del ejecutivo.

En una democracia, el ejecutivo, cualquiera que sea su modalidad, ha de respetar las funciones y competencias de legisladores y jueces en vez de suponer o pretender que todas sus iniciativas reciban el visto bueno. Mucho menos, ha de buscar la imposición de ellas por medio de la seducción con dádivas.

En una democracia no es admisible ni tiene presentación que el poder ejecutivo se gane la aprobación de sus leyes y decretos a través de componendas de tipo clientelar con las altas cortes y con sus magistrados, que en palabras castizas quiere decir corromper el poder judicial, piedra angular de cualquier democracia. Si la Justicia se deja comprar, si se deja intimidar, si es sesgada, si sirve incondicionalmente a otros poderes y a otras instancias diferentes a las contempladas por la ley, deja de ser justicia y se quiebra la confianza pública en ella abriéndose campo, con su mal ejemplo, a la arbitrariedad, a la violencia y a la justicia por mano propia.

En una democracia, se espera que los medios de comunicación observen una adecuada distancia respecto de los integrantes de los poderes públicos, pues si se dejan atraer a la lógica del sobre, a canonjías y exclusividad de información oficial desfiguran la función más importante de ellos en una democracia que consiste en brindar información veraz, oportuna y sin sesgos sobre los hechos del poder y el acontecer político.

En una democracia la constitución o ley de leyes, pieza maestra del edificio constitucional, no se cambia a cada momento ni por motivos egoístas ni de modo caprichoso, como puede hacerse con una ley ordinaria. La Constitución en una democracia consagra los lineamientos básicos y los principios que alumbran el camino de una sociedad libre.

En una democracia los altos dirigentes del estado tienen la obligación de ser decentes, pulcros, respetuosos, bien formados, en el manejo de los problemas públicos. Hay un asunto llamado el pudor democrático consistente en la obligación de presentar razones y argumentos en vez de proceder bruscamente imponiendo criterios por el hecho de hacer parte de una mayoría. Presidente, ministros, congresistas, magistrados y jueces, etc., tienen la obligación de respetar los procedimientos y las formalidades de la democracia.

Por eso, en una democracia que se respete y se enorgullezca de ello, quienes la deterioren con sus conductas corruptas deben recibir como castigo principal la muerte política.

Son solo algunas de las muchas reflexiones que se me ocurren ad portas de las elecciones parlamentaria sobre el modelo de gobierno por el que optamos desde el Congreso de Cúcuta de 1821, refrendado a través de los años y que tenemos la obligación de defender.

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