Un Pacífico arrinconado por los violentos

Un recorrido humanitario por el andén Pacífico dejó al descubierto la alarmante situación que se está viviendo en esta región del país. La minería, los cultivos de coca y las rutas del narcotráfico han desatado la codicia de los fusiles.

Ni el Pacífico es solamente el Chocó, ni el Chocó es lo único del Pacífico. El pueblo negro —que hace más de 400 años llegó como esclavo a las haciendas de caña y a las minas de oro del Valle del Cauca, Cauca y Antioquia— hoy continúa siendo víctima de la discriminación y la violencia. Sobre sus costas, desde el río San Juan, en Chocó, hasta la desembocadura del Atrato, en el golfo de Urabá, los negros cimarrones se asentaron para protegerse del Estado colonial y luego del republicano. Cuatro siglos después, desde la Independencia de Colombia hasta el Acuerdo de Paz con las Farc, su gente sigue sumergida en la pobreza, abandonada por el Gobierno y sometida por los violentos. Irónicamente, el fin del conflicto con esa guerrilla no trajo la tranquilidad, sino que ha significado el reciclaje de la guerra, con nuevos actores que se disputan la coca, el oro o el control de las extorsiones, ya que la institucionalidad prometida nunca llegó para ocupar el lugar dejado por la insurgencia. Ahora, desde los carteles mexicanos, pasando por las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), hasta la disidencia de alias Guacho, pescan en el río revuelto de la Costa Pacífica.

La recomposición del campo de batalla tiene prendidas las alarmas humanitarias de la Defensoría del Pueblo y los organismos de derechos humanos. El silencio de la muerte viene ganándole terreno al bullerengue y la chirimía. El miedo no se alcanzó a ir del todo y una nueva desconfianza al Estado está sembrada. Dos años después del Acuerdo de Paz, las muertes se han disparado, los desplazamientos regresaron, la coca y el oro salen a lanchas llenas y los guachos se mueven en sus aguas desde Tumaco hasta Buenaventura. Las ACG mantienen posiciones y avanzan lentamente desde Chocó y Antioquia, mientras el Eln regresa a lugares de los que había salido hace más 30 años. ¿Y las comunidades? Sobreviviendo entre los armados y las economías ilegales, que son las únicas que hay. El deterioro cultural, social y ambiental es evidente en una calle de Timbiquí, como en las veras de los ríos Guapi o López de Micay. La esquizofrenia de las retroexcavadoras y las dragas rasgando los lechos de los ríos para sacar el oro ha vuelto lechosas sus aguas. En la región donde más llueve en el mundo ya escasea el agua, la potable, al menos. En la mayoría de sus veredas y corregimientos no hay luz, ni señal de celular, ni internet, menos alcantarillado o acueducto. Los centros de salud y la mayoría de las escuelas solo pueden dar ganas de llorar, y eso que está a simple vista.

Como si fuera poco este panorama, en la última década una mirada codiciosa se ha clavado sobre el Pacífico. La conexión de Colombia con Asia y Oriente ha atraído a tirios y troyanos. Por allí sale la coca convertida en “perico”, entra el contrabando y pasa la migración ilegal hacia Centroamérica. Las megaobras de infraestructura portuaria y el comercio exterior se han multiplicado poniendo una presión adicional sobre los territorios ancestrales de comunidades negras, indígenas y campesinas. La droga y el oro han desatado en la cuenca del Pacífico un boom económico ilusorio y desbordado que se asienta con más fuerza por los aumentos en el precio del oro y el dólar. Los almacenes de mercancía china están abarrotados; en tiendas y cantinas se exponen botellas de whisky y champañas finas. Un gramo de oro está a $135.000. Pero, asimismo, vivir está caro: un galón de gasolina ronda los $13.000, una gaseosa los $2.000 y una cerveza varía entre los $3.500 y los $5.000. Billares, cantinas y “putiaderos” retumban de lunes a lunes en los cascos urbanos. Una fiebre cocalera y minera se devora el andén Pacífico colombiano ante los ojos de un país que se niega a ver.

En 2013, Buenaventura vivía una intensa lucha por los terrenos de bajamar y del área de influencia de unas megaobras, entonces solo en papel. Cinco años después los miedos de la gente se hicieron realidad. El malecón turístico se construyó, el puerto de Agua Dulce está en marcha, los dos puertos que en ese momento funcionaban hoy mueven millones de toneladas y a Temístocles Machado, el líder social que alertó lo que se les venía pierna arriba, lo asesinaron. Barcos del tamaño de seis cuadras cargan contenedores que, unos sobre otros, tienen la altura de un edificio de diez pisos. Los gritos que antes atravesaron las paredes de las aterradoras casas de pique se los devoraron los ruidos de un puerto que funciona a todo vapor, convertido en la principal puerta de Colombia hacia el océano Pacífico. Eso sí, no han dejado de desmembrar gente. Hoy el control del puerto ya no parece en disputa: lo tiene el narcotráfico. Por allí sale la mayor cantidad de productos lícitos e ilícitos que exporta el país, y aún es una de sus ciudades más pobres.

Saliendo de la bahía de Buenaventura hacia el sur, se navega paralelo al Parque Nacional de los Farallones, en el Valle del Cauca. En tres o cuatro horas se llega a la Botana del Ají, donde desembocan las oscuras aguas del río Naya. Es el límite entre el Cauca y el Valle. Un corredor estratégico para el combustible de la guerra. Una autopista al mar por la que, en la espesura de los esteros, viene bajando la riqueza de Argelia, Corinto o Pradera, municipios marcados en el mapa por los vaivenes de la guerra . Río arriba se ha ido corriendo la frontera gris, esa hasta donde no llega la Armada ni el Ejército. Allí los pueblos de la gente negra se levantan en palafitos y se ven convertidos en plazas de mercado de pasta de coca y oro. “Aquí el ambiente está tenso. Hace unos meses la Defensoría logró rescatar a un muchacho que había sido secuestrado junto a tres familiares, pero llegando a Puerto Merizalde los alcanzó una lancha, pararon la embarcación humanitaria, bajaron de nuevo al joven y lo asesinaron junto a sus tres primos”, narran en voz baja y llenos de miedo de ser escuchados.

A pesar de que el Estado es ciego a lo que en el Naya pasa, sobre los esteros hay miles de ojos observando lo que pasa, quién pasa, a qué va. El frente Oliver Sinisterra, al mando de Guacho, el ecuatoriano que se declaró en disidencia de las Farc, ha extendido sus áreas de influencia en todos los ríos del andén Pacífico. Pero también han venido surgiendo unas franquicias armadas, algunas formadas por otros disidentes del Acuerdo de Paz, otras fundadas por narcos de todo el país y hasta del cartel de Sinaloa. El Eln viene apretando por los corredores desde Nariño. En un brazo del Naya se encuentra Puerto Merizalde. Más que un pueblo con iglesia es una iglesia con pueblo. Desde lejos se ve, sobre una pequeña elevación, una catedral del tamaño de la Lourdes en Bogotá. La enorme cúpula tiene un Cristo de dos veces el tamaño humano. Allí habitan, incluyendo en el área rural, 4.888 personas que se asentaron alrededor de la iglesia que construyó el obispo de Buenaventura Fernando Merizalde, en 1937. El esplendor de la iglesia contrasta con la pobreza en que viven sus habitantes, agravado por los altos costos de vida: un galón de gasolina cuesta $12.000, una cerveza $3.500 y hay luz solo entre las 4:00 de la tarde y las 11:00 de la noche.

Uno de los brazos del Naya conecta con el río López de Micay, donde se encuentra el municipio del mismo nombre. Es frontera entre el Cauca y el Valle, por lo que se ha convertido en escenario de disputa entre los armados que quieren controlar este corredor estratégico. Precisamente a esta disputa le achacan la masacre del pasado 30 de octubre, en que resultaron asesinadas seis personas y heridas dos más. Desde ese día, los casi 22.000 habitantes del municipio —de los cuales 5.000 viven en el casco urbano— vienen sintiendo pasos de animal grande. “Aquí nadie se atreve a decir quiénes fueron o pueden ser. Tenemos miedo, porque se están moviendo cosas muy feas. Los dueños de las “retros” y las dragas, la disidencia de las Farc, las tales guerrillas del Pacífico y los narcos manejan este río a sus anchas. Antes el río era el sustento de la gente, ahora mírelo, arrastra el barro que deja la extracción del oro”, asegura uno de sus pobladores.

Para Wílmer Riascos, alcalde del municipio, el proceso de paz con las Farc ha dejado una gran frustración, pues el período de tranquilidad no duró mucho. “Los fracasos del proceso son porque le faltó untarse más de pueblo, porque lo hicieron entre los grandes comandantes de las Farc y los dirigentes del Estado colombiano. Hoy recorremos los ríos y encontramos a los mismos guerrilleros, que hoy llaman disidentes, y nos dicen que el Gobierno nos les ha cumplido, y eso explica que sigan armados. Y les tenemos que creer, porque en esta audiencia defensorial los representantes del Gobierno Nacional no llegan. Nunca llegan. Nunca han venido. Creerán que Micay queda en África. Hoy el municipio esta descertificado, con las finanzas embargadas, sin agua potable a pesar de que vivimos rodeados de agua, sin conectividad. El problema de la telefonía es terrible. Instalaron una antena para 400 personas, imagínese si va a funcionar”, expresó Riascos.

El Naya ha sido un escenario de disputa de los actores armados. Las Farc llegaron a finales de los años 70, casi al mismo tiempo ingresó el Eln buscando abrirse paso entre el Cauca y el Valle, y a principio de 2001 entraron los paramilitares del bloque Calima al mando de Hébert Veloza, alias HH, quien en abril de ese año cometió una de las más atroces masacres registradas en la región. Los “paras” asesinaron a más de 40 personas en tres días de recorrido mortuorio desde El Ceral hasta Puerto Merizalde. Sin embargo, López de Micay fue principalmente un fortín militar de la entonces guerrilla de las Farc. Su gente aún recuerda las tomas guerrilleras de 2001 y 2008, que causaron desplazamientos masivos a la cabecera municipal, y eso produjo un fuerte impacto social. En ese momento, cuentan sus habitantes, la coca pasó a convertirse en el principal salvavidas para que las comunidades lograran sobrevivir.

“No había trabajo, las fincas y los cultivos quedaron destruidos tras el desplazamiento. La gente estaba pasando hambre y apareció la coca. Al principio, algunos nos opusimos, pero ante la necesidad de la gente y el abandono del Estado nos quedamos sin argumentos. La economía de la coca permitió a la gente resistir, comprar su remesa, transportarse por el río, comprar un motor, poderse vestir. La coca venían a comprarla hasta acá, pero la yuca no. Los compradores venían de afuera y uno con ese miedo, pues nunca pregunta quién es ni de dónde viene. En esas, la guerrilla se asentó en el pueblo y empezó a controlar todo. Y ahí se vino la disputa entre las Farc y el Eln, y luego vino el proceso de paz. En esas, muchos nos pusimos la camiseta para convencer a las comunidades de hacer la sustitución, pero el Gobierno no cumplió y yo quedé con una vergüenza terrible y varios enemigos. Incluso, antes de firmar el Acuerdo, mandaron la fumigación. Acabaron con la coca y con el chontaduro, fruta en la que éramos muy ricos. El glifosato acabó con todo. Hace unos días hubo una masacre que no supimos cómo ocurrió ni de dónde vino. Murió una gente de la comunidad y otra que no conocíamos, porque acá ha venido mucha de otro lado para rebuscarse con la coca y con el oro”, detalla un líder afro.

En un municipio donde la guerra ha tenido un fuerte impacto, la mayoría de sus habitantes son víctimas y viven enormes dificultades para acceder a los beneficios que la ley les otorga. “Quienes viven en área rural sufren una revictimización por cuenta del sistema de entrega de subsidios. Para reclamar los $60.000 tienen que trasladarse a la cabecera municipal y los paisajes cuestan $120.000 ida y vuelta y, para completar, muchas veces pierden el viaje porque les piden una fotocopia de la cédula, pero la fotocopiadora no tiene tinta o no hay papel”, detalla el personero municipal. Pero lo que más agudiza la crisis social es la falta de oportunidades de educación y empleo. La gente vive del oro y la coca. No hay otra alternativa. “Hace unos años, junto con unos vecinos, hicimos un préstamo para sustituir los cultivos ilícitos. Cuando la cosecha estaba casi para estar vinieron a fumigar y acabaron con el cultivo. Nos quedamos sin la sustitución y con la deuda, qué ironía”, concluye oro poblador de López de Micay.

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