Acerca de la educación

En el mundo académico hoy vale más aparentar más que ser. Aunque uno sea un cafre en el fondo.

Hace rato estoy creyendo que a la gente le falta tiempo para educarse por andar aprendiendo mañas en los institutos y las academias. El estado de cosas no me deja mentir. Casi todas las corrupciones sociales, o en todo caso las más escandalosas, son obra de la gente educada, formada o deformada en alguna universidad de fama. El mundo que vivimos es sintomático del fracaso de una pedagogía, del empobrecimiento de unos valores y unas formas.

Un columnista de este periódico lo afirmó una vez, supongo que no es un chiste: uno de los imponderables hermanos Nule, los contratistas con uñas, se graduó en una universidad católica con una tesis sobre la ética en los negocios. La especie de los doctores es una de las pestes de la modernidad. Ya a nadie le importa la clase de persona que alguien ha llegado a ser si tiene un título para alardear. Hace poco circulaba en la red un aviso donde ofrecían diplomas fechados en California.

El señorío pasó de moda, es cosa de asilos de abuelos. Ahora vale el doctorado. Es lo moderno. No es raro encontrar en los periódicos la noticia sobre un viceministro que falsificó el cartón de una universidad norteamericana para posesionarse, o sobre maestros de literatura que copian las tesis de sus alumnas para lucirse en los congresos de eruditos. En el mundo académico hoy vale más aparentar más que ser. Aunque uno sea un cafre en el fondo.

Un amigo mío fue invitado a veces a enseñar en algunas universidades colombianas de renombre. Lo merecía por sus trabajos como escritor y le sobraba talento. Pero siempre fue rechazado al fin porque su hoja de vida no acreditaba un posgrado, según le dijeron. Y ni siquiera un grado. Dijo él. El único diploma que obtuve, me dijo sonriendo, fue el de asistente al congreso mundial de brujería que convocó hace lustros Simón González. No se sentía humillado. Pero yo lamenté que el país se privara por un formalismo de un hombre inteligente, culto y hasta genial, que hizo solo, a solas, al margen de la academia, sus lecturas profusas y bien aprovechadas.

El poeta hubiera sido útil como maestro de alguna cosa en alguna parte. Era sabio en un montón de arcanos. Y, sobre todo, tenía una admirable claridad de pensamiento para plantear problemas interesantes. Pero, en cambio, lo vi deslizarse hacia la vejez con un gesto de altanería que le sentaba, cosechando el condumio en agencias de publicidad de medio pelo, porque las grandes ya comenzaban a preferir los publicistas graduados aunque se emberenjenaran en la sintaxis y maltrataran la ortografía como picapedreros. Puedo decir que entre las personas que conocí, las más enriquecedoras y brillantes fueron autodidactas que entregaron su vida al conocimiento por el placer de saber, o de dudar, que es el modo más seguro de acercarse al conocimiento más allá del fulgurante mercado de las simulaciones.

El amargo Thomas Bernhard dijo que la educación no es más que una manera de destruir niños. Y le da la razón el estado de cosas de este mundo de posgraduados que se nos han convertido en una plaga, en un enjambre de parásitos enquistados cerca de las más suculentas tesorerías, poniendo cara de probidad e importancia y gastando escoltas a costillas nuestras. Mientras muchas personas honestas y meritorias padecen el ostracismo. Fernando González, el pensador envigadeño que también conoció el aislamiento, aunque por otras razones, dijo en una entrevista póstuma que los muchachos estaban muertos desde el principio, por aquello de las causas finales, pues nacían para estudiar, estudiaban para casarse, se casaban para tener hijos y tenían hijos para morirse. Y Rimbaud rogaba para que reinventáramos el amor y la vida. Pero habría que empezar por reinventar la educación. La universidad. Y el prekínder. Que es con mucha probabilidad donde comienza el desastre moral del hombre moderno.

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