Agoniza la confianza

Este cruento episodio despertó al Gobierno y a los medios de comunicación. Al fin volvieron a llamar a las cosas por su nombre y empiezan a coincidir los hechos atroces con las declaraciones que los condenan. Dejaron de estar disociadas las declaraciones y los hechos, en un lenguaje esquizofrénico, que se escudaba en lo estratégico y que ya venía minando la confianza de los colombianos. Además de los once soldados muertos y los diecinueve heridos, en la vereda caucana de Timba cayó otra víctima: la confianza. Esta quedó más herida aún, por la lluvia de balas que cayó sobre la escuela de ese apartado, martirizado e ignorado rincón del departamento del Cauca. Y todos, Gobierno, oposición y colombianos, volvemos a encontrarnos al pie de las tumbas de nuestros soldados, clamando por el valor sagrado de la vida.

Después de una violencia como la vivida en más de medio siglo es muy difícil romper la prevención de los colombianos que miran con escepticismo cualquier tipo de conversaciones con la guerrilla. Más si hay concesiones que irriten a gente de todas las edades, sexos, estratos sociales, niveles económicos y preferencias políticas, que consideran exageradas y desmoralizantes las prebendas otorgadas a unos grupos violentos por el solo hecho de haber sido violentos. Y todavía más si las negociaciones se alargan indefinidamente y las concesiones se conocen gota a gota, como si se quisiera multiplicar su impacto doloroso.

Pero el anhelo de paz es tan grande que los colombianos han soportado ese goteo con la esperanza de que, al final del camino, se silencien los fusiles. En su desesperación están dispuestos a aceptar que si no hay disparos hay paz. Y muchos ni siquiera piden que no haya tiros, ni cilindros bombas, ni minas, se contentan con que haya menos y están dispuestos a vivir la ilusión de que esa es la paz.

Pero así sea para aceptar con resignación esas condiciones extremas, se necesita un grado mínimo de confianza en que las armas se silenciarán. Porque ya ni hablar de entregarlas. Ahora se pide solo que no las disparen, pues los más obsesionados en lograr que se firme un documento en donde se repita muchas veces la palabra paz, parecen dispuestos a aceptar que esa paz consiste en que les apunten los fusiles, pero no les disparen.

Si para lograr esos objetivos es necesario cerrar los ojos y olvidar deliberadamente el pasado, se le pide al país que lo haga, si no quiere ser tachado de enemigo de la paz. Y la inmensa mayoría está dispuesta a hacerlo, olvidando, por ejemplo, que el proceso de paz más reciente, que despejó un territorio más extenso que varios países europeos, terminó cuando el secuestro de un avión obligado a aterrizar en una carretera del Huila rebosó la paciencia y la indignación nacional obligó a cancelar el ensayo.

Algo semejante ocurrió con el proceso iniciado en Caracas y continuado en Tlaxcala: el secuestro y muerte del exministro Argelino Durán obligó a liquidarlo.

Y lo mismo sucedió con el proceso iniciado en la presidencia de Virgilio Barco. Y antes sobrevino lo sucedido cuando las buenas intenciones de Belisario Betancur las quemaron en el asalto al Palacio de Justicia.

Después de cada uno de esos episodios amargos, la paloma de la paz sale cada vez más desplumada y malherida. No hay estrategas que nos impidan ver la realidad. ¿Volverá a levantar vuelo?

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