Alemania y el tren de la historia

Economistas colombianos sostienen equivocadamente que las ventajas comparativas del libre comercio internacional encarnan el destino nacional.

Federico List, en su libro El Sistema Nacional de Economía Política (1841), sostiene que Alemania tiene que estar entre las naciones desarrolladas: “Si alguna nación está llamada a establecer una energía manufacturera nacional, es la alemana –por el alto rango que ocupa en las ciencias y en las artes (…)- por su carácter laborioso y ahorrador (…) –por su grandeza y la excelencia de su población (…)-, y por sus elementos físicos, sociales e intelectuales”. Sin embargo, no lo estaba.

¿Qué faltaba? List responde: “Lo que nos falta es única y exclusivamente la garantía de que nuestros capitalistas y técnicos quedan protegidos contra la pérdida de capital y la falta de sustento”. El porvenir de la nación alemana descansaba, como en Inglaterra, “sobre el desarrollo del sistema proteccionista”.

A comienzos del siglo XIX, Alemania, a diferencia de Inglaterra, Estados Unidos, o Francia, no era una nación unificada ni tampoco industrializada. En ese entonces, Alemania estaba conformada por 38 principados que, si bien estaban separados, estaban unidos por la lengua, las aduanas y los aranceles que establecían entre ellos.

En 1834, los estados alemanes se reunieron, con la excepción de Austria, en el Zollverein (Unión Aduanera) en donde se eliminaron los aranceles internos y se adoptó un arancel externo común a todos. En 1871, se hizo la unificación de Alemania, bajo el Imperio Alemán, con la exclusión de los austriacos otra vez. Después, en 1879, se elevaron los aranceles externos al comercio internacional. Luego, en 1902, las políticas proteccionistas fueron reforzadas de nuevo.

El proceso de industrialización en Alemania no tomó la “ruta inglesa de tejidos, hierro, y acero, sino que se centró en la industria pesada, el hierro y el acero para el sostenimiento de su red ferroviaria y apoyar el crecimiento de sus fuerzas militares” (Robert Marks).

En este sentido, “desde 1880 la producción tanto de arrabio como de acero aumentó a pasos agigantados. En 1910, (…) había dejado a Gran Bretaña atrás”, convirtiendo a “Alemania (…) en un importante exportador de productos de hierro y acero de todo tipo” (Greenfeld).

Igualmente, a pesar del “proceso de industrialización del algodón, excepcionalmente rápido”, el singular y rápido desarrollo de las industrias químicas y eléctricas lo eclipsó. En ambos casos, los observadores ingleses tuvieron que admitir, por la década de 1890, que Alemania estaba por delante de Inglaterra (Clapham, The Economic Development of France and Germany 1815-1914).

Alemania, “de repente, se dio cuenta de sus enormes recursos (para la que estaba excepcionalmente bien dotada) – los “dones de la naturaleza”, como el carbón y el hierro, y los “depósitos, casi únicos, de sales de potasa,”; sino que también se dio cuenta de la bendición de una población escolarizada, en todo el sentido de la palabra, y en cada nivel – ha aprendido a utilizarla con una velocidad asombrosa” (Liah Greenfeld, The Spirit of Capitalism).

“Alemania, el país de la “locura teutónica”, luego de la muerte de List (1846), en menos de dos generaciones era el competidor de Gran Bretaña por el liderazgo industrial” (Greenfeld) al final del siglo XIX y comienzos del XX.

En palabras de List, Alemania había logrado un alto desarrollo económico por la transformación productiva tanto de su capital material, como de su capital mental o espiritual. Alemania, entonces, se había “equiparado” con Inglaterra y con EE. UU., haciendo parte de las tres grandes potencias a comienzos del siglo XX.

Por otro lado, mientras Alemania se convertía en un país desarrollado, en la Colombia de mitad del siglo XIX el conspirador septembrino, Florentino González, recitaba ingenuamente las ventajas del libre comercio; pero ya sabemos en qué terminaría la historia nacional: en un país de quinta dirigido por una élite pretendidamente blanca y europea sin grandes pretensiones modernizantes que hoy en día está montada sobre las instituciones coloniales del latifundio y del trabajo cuasi servil, privilegiando el estatus por el nacimiento que por trabajo. En este sentido, construir una nación de hombre iguales con oportunidades abiertas, sin distinguir su origen y nacimiento, ha sido una batalla que no se ha ganado todavía.

Los economistas colombianos, formados aquí o en el extranjero, sostienen que las ventajas comparativas del libre comercio internacional, eliminando los dos supuestos fuertes del teorema, es decir, la existencia del pleno empleo y la inmovilidad internacional del capital, encarnan el destino nacional. Todos los esfuerzos como nación residen en hacer cumplir el resultado de dicho teorema produciendo “uchuvas y madroños”, mientras que los industriales, convertidos en distribuidores, importan chucherías baratas y venden como marcas nacionales bienes tercerizados, made in China, en pro del bienestar del consumidor.

Finalmente, La élite colombiana, dueña del ‘tren de la historia’ se compromete a firmar un TLC, como tantos otros, con China, un gigante manufacturero de bajos salarios, no solo de chucherías, sino también de productos sofisticados y de alta tecnología, para venderle “uchuvas y madroños” a la inmensa población China. Mientras tanto, la Ministra de Comercio como maquinista del 'tren', hace sonar el pito cuando, cansado, pasa por las estaciones del “más de lo mismo”.

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