¡Ay!, cómo quisiera yo…

Ante la terrible secuela de la información, en vano logra alegrarle a uno la vida lo que aparece luego en la pantalla: el deporte, la farándula o las bonitas piernas de una Andreína.

A la hora de escribir esta columna no puedo desprenderme del comentario que en la puerta de un centro comercial me hizo recientemente una señora de muy buen porte, para mí desconocida. “Leo sus columnas –me dijo–, no puedo evitarlo. Pero siempre me dejan desalentada. Por una vez, debería tratar temas más alegres”.

Me pareció que la señora tenía razón. No todo lo que uno ve es triste o alarmante en este país. Hay temas capaces de levantar el ánimo de cualquier lector. ¿Cuáles? No son pocos. Por ejemplo, los estupendos goles de James; soberbios espectáculos que unen el teatro y la música, como La novicia rebelde; la Feria del Libro, visitada por muchedumbres; novedades literarias, exposiciones, desfiles de modas, animados concursos de belleza, alegres y coloridos eventos al aire libre y, desde luego, las esperanzas de paz que busca darnos a toda hora el presidente Santos.

Para no mostrarme pesimista sobre lo que vive y le espera al país, debía seguir el consejo de un alegre amigo. “Haz lo que yo hago –me insinuó–. A las siete de la noche, en lugar de ver las noticias de la televisión, abro un libro”. ¿Podría hacerle caso? Para mí resulta imposible. De modo que cada noche, en Caracol, RCN o el Canal Uno, me encuentro ante una terrible secuela de informaciones: atentados, asaltos, crímenes, epidemias, inundaciones, accidentes, paros de jueces, maestros o transportadores y atrocidades cometidas por las ‘bacrim’ o por la guerrilla. Nunca faltan tampoco escándalos judiciales que comprometen por delitos de corrupción a personajes políticos, funcionarios y hasta jueces y magistrados. En vano logra alegrarle a uno la vida lo que aparece luego en la pantalla: el deporte, la farándula o las bonitas piernas de una Andreína.

Lo mismo ocurre a la hora del desayuno cuando abro el periódico. Pese a todo ello, había decidido esta semana olvidarme por una vez de cualquier tema tenebroso. De modo que al salir de casa hace dos días acepté como algo rutinario de nuestra capital los desesperantes trancones, que le impiden a uno llegar a tiempo a cualquier cita.

Tampoco la inseguridad era algo nuevo. No obstante, me estremeció enterarme de que una banda de jóvenes delincuentes, cuchillo en mano, había robado a cerca de cincuenta pasajeros de un transmilenio.

A fin de no aparecer polarizado dando siempre relieve a estos desastres, resolví buscar a un amigo que es visto como un analista tranquilo e imparcial. “No seas pesimista –me advirtió–, vamos por muy buen camino”. Me habló entonces de lo alcanzado hasta ahora en los diálogos de La Habana, del nuevo panorama que le abría al país el posconflicto, del apoyo que daban las Fuerzas Armadas a un acuerdo de paz, de los altos índices económicos, de la reducción del desempleo y de los avances registrados en la educación y en la salud.

¡Ay!, cómo quisiera yo que todo esto fuera cierto –me dije–. Pero cómo pasar por alto las exigencias de ‘Iván Márquez’, las armas que las Farc guardarían bajo la cama cuando se desmovilicen, la reducción que solicitan del Ejército y el poder que obtendrán de las zonas de reserva campesina, etcétera. ¿Baja real del desempleo? Eso afirman las estadísticas citadas por el Gobierno, pero no la triste realidad del rebusque que lo acosa a uno en andenes y esquinas. Tampoco son evidentes los avances en la salud cuando uno escucha las quejas de quienes desde la cuatro de la mañana esperan inútilmente en clínicas y hospitales sin recibir las urgentes medicinas de las cuales dependen su alivio y hasta su supervivencia.

¿Podrán calmar esta zozobra los goles de James, las divas de bonitas piernas que inundan pasarelas, revistas y programas de televisión, las ferias y fiestas en pueblos y ciudades, los Sábados felices o el Show de las estrellas, de Jorge Barón? Quién quita que así sea. Pero lo dudo.

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