Brasil, corrupción nunca más

Corregir el rumbo del país demanda un compromiso histórico de Dilma y el PT dándoles amplia participación a sus opositores y a los 37 millones de brasileros que no votaron por ella ni por Aecio.

Todo lo que por estos días tiene en Brasil a cientos de decenas de ciudadanos en las calles se conocía, incluso antes de que Dilma Rousseff ganara las elecciones para un segundo periodo presidencial y el Partido de los Trabajadores (PT), con ella al frente, mantuviera las riendas del poder para su cuarto periodo consecutivo.

Antes de ser elegida, las marejadas violentas que se expresaron en las calles amenazaron, incluso, con abortar el Mundial de Fútbol 2014, un acto sagrado para una nación en la que sus niños aprenden a caminar detrás de un balón.

Así le hablaban a su presidenta, que no los oía, representantes de 30 millones de brasileros que salieron de la miseria en los mandatos de Fernando Henrique Cardozo y Lula da Silva y que ahora no quieren regresar a vidas de hambre por políticas erradas del gobierno Dilma.

La presidenta no sabe ni piensa en renuncias. Pero el campanazo social de 2013, el haber ganado unas elecciones con lo justo y la marcha de hace una semana, que sacó a las calles a más de dos millones de brasileños e hizo temblar las avenidas de Brasilia y Sao Paulo, los dos principales centros de poder del país y las plazas y avenidas de otras 200 ciudades, es asunto de profunda reflexión política y social.

Brasil ahora reclama la democracia que tanto sufrimiento y sangre le costó y que perdió en las urnas, como la han perdido otros países latinoamericanos, al elegir gobiernos que cambiaron sus normas constitucionales para perpetuarse en el poder, creando así nuevos modelos dictatoriales.

La bandera que recorrió las calles de Brasil, arropó a la multitud y fue ondeada y besada una y mil veces, es la misma que acompaña a su Selección de Fútbol, que aglutina a toda la nación, y no la roja socialista que ahora flamea en el poder.

Brasil, como los demás países del hemisferio, ha soportado saqueos permanentes de sus castas enquistadas en el poder, pero todo tiene un límite.

Lo que pasa con Petrobras, joya de la corona del Gobierno y pastel de corrupción, en el que han metido sus manos expresidentes de la República, los actuales presidentes del Congreso y el Senado, además de otros 54 altos funcionarios, cercanos o del círculo de Dilma, que desvían sus recursos para alimentar la corrupción en el PT, sustenta el ruego ciudadano que clama “devuélvannos el país”, el mismo que se perdió con el escándalo del “mensalâo”, cuando diputados, motivados por sobornos, votaban positivamente la agenda que les servía el Gobierno.

La crisis ha llegado a tal punto que el fin de la corrupción pasa por la compleja purificación del PT y la superación del actual modelo económico y político.

La lidia en Brasil será tan compleja como larga. El nuevo Gobierno de Dilma apenas comienza y la moralización del PT, como lo pretende Lula, más que un proceso de autorreflexión en sus filas será asunto de tribunales.

Dilma ganó las elecciones con 54.501.118 votos contra 51.041.155, en una final en la que los sufragios que le dieron el poder habrían llegado más por desesperación electoral, que por convicción, lo que llevó a votar, entre las dos opciones, por la menos mala.

En manos de Dilma está ahora probar cuál es su compromiso por una nueva historia de Brasil dándoles amplia participación a sus opositores y a los 37 millones de brasileros que no votaron por ella ni por Aecio. Lo otro es enfrentar el clamor ciudadano en las calles, un terreno de arenas movedizas, en el que nada es predecible.

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