Cambiar oro por espejitos

Con la venta de Isagén perdimos 25 mil hectáreas de bosques, una invaluable variedad de especies nativas y una extensa reserva de espejos de agua que suman 5.500 millones de metros cúbicos.

La venta de Isagén no fue sólo la venta de una empresa, sino de un trozo del país. Un pedazo del territorio nacional repartido en 5 departamentos. Fue la venta de varias fuentes hídricas, de extensas zonas verdes. Fue la venta de varios ríos en un momento en el que el fenómeno del Niño azota con fuerza la geografía nacional, produciendo pérdidas económicas a los campesinos, a los ganaderos, y afectando, por supuesto, considerablemente, el bolsillo de todos los colombianos.

No hay duda de que este negocio de Santos y su ministro Cárdenas fue poner gran parte del agua en manos de la empresa privada, de un grupo de mafiosos que, como lo ha dejado ver la prensa nacional e internacional, tiene abierta una investigación en la fiscalía brasilera por sobornos y otra en la Comisión de Bolsa y Valores del Departamento de Justicia de los Estados Unidos por violación de la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero.

Con la venta de la segunda empresa generadora de energía más rentable del país, los colombianos perdimos 25 mil hectáreas de bosques, una invaluable variedad de especies nativas y una extensa reserva de espejos de agua que suman 5.500 millones de metros cúbicos. Por eso, no deja de ser un acto de ignorancia las declaraciones del director de Planeación Nacional, Simón Gaviria, al asegurar que la venta de Isagén fue un negocio rentable para Colombia.

Para alguien que suele firmar documentos sin tomarse el trabajo de leerlos, quizá le resulte “cuellón” entender que esta venta, a la que se opusieron sectores políticos tan disímiles como la izquierda y la derecha colombiana, y disciplinarios y de control como la Procuraduría y la Contraloría, no fue solo un mal negocio de los recursos económicos del país, sino un pésimo trueque como los que solían hacer nuestros indígenas con los españoles: entregar oro a cambio de espejitos. Quizá le resulte difícil entender al director de Planeación Nacional que los recursos hídricos son invaluables, que la moneda se devalúa a diario por los movimientos de la economía, pero que las tierras fértiles, donde se cultivan el arroz y los distintos frutos que nos alimentan, donde pasta el ganado que nos da leche y carne, no podrán, dentro de pocos años, comprarse ni con todos los dólares del mundo.

Para alguien que valora más el cemento que el agua, seguramente le parezca “bien” vender varios ríos del país para construir tres carreteras y perforar una cadena de montañas con el propósito de hacer un par de túneles. Quizá le importe un carajo cuántas familias que viven a orilla de esos ríos, y que ganan el sustento diario con la pesca, empiecen desde hoy a pasar hambre. Decir que la venta de una empresa tan rentable como Isagén fue un gran negocio para el Estado, no deja de ser sin duda un chiste de mal gusto de alguien que no mira más allá de la punta de su nariz. Es desconocer que los fenómenos climáticos son cíclicos y que la sequía que ha convertido extensas llanuras del país en desiertos no terminará en marzo, como lo ha venido pregonando el gobierno, sino que se prolongará hasta mayo, como lo pronostican algunos meteorólogos, momento en el cual podremos ver caer las primeras lluvias fuertes del año.

No creo que haya que recordarle al payasito de Simón Gaviria, ni a ningún otro, que el agua es vida, y que cuando hablamos de agua en realidad estamos hablando de comida, pues para cultivar una hectárea de cereal se necesita de varios cientos de litros de agua. Que una multinacional como Brookfield Asset se dedique a comprar empresas funcionales como Isagén, no debería extrañarle a nadie, y que un gobierno como el de Santos se la regale a precio de huevos, tampoco. Lo que sí debería extrañarnos es que detrás del servicio de la energía está el agua y las tierras fértiles que se alzan a orillas de los ríos.

Desde hace un par de décadas, la lucha de las grandes multinacionales en América Latina ha sido la adquisición de tierras, uno de los aspectos que ha pasado inadvertido para algunos gobiernos de la región. Hace 4 años el parlamento argentino, uno de los países líderes en la producción de alimentos, hizo aprobar una ley con la que buscaba parar la venta de tierras fértiles a empresas internacionales, ya que el 15% de estas estaba pasando a manos foráneas y con ellas las fuentes hídricas.

Lo que ha venido dándose desde entonces ha sido registrado en varios informes de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, FAO, como aquel de 2012 donde nos alertaba de las cientos de hectáreas de tierras cultivables adquiridas por un gran número de empresas en países en vía de desarrollo. En América Latina, la compra de tierras cultivables por parte de las multinacionales se ha venido dando con más frecuencia en Argentina, Uruguay, Paraguay, Chile, Colombia y Brasil. Esta compra de tierra, según la FAO, ha tenido como consecuencia el desplazamiento de comunidades aborígenes y la desaparición de los cultivos tradicionales. Lo triste de este asunto, como lo dejó ver el informe, es que la gran mayoría de estos negocios son realizados, casi siempre, por los gobiernos de turno.

De manera que festejar la venta de Isagén, como lo hizo el flamante director de Planeación Nacional, y lo reivindicó el recién posesionado alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, no deja de ser una puñalada al desarrollo de nuestra población. Afirmar que hay que vender las empresas nacionales porque lo importante son los millones de dólares que el negocio deja para la buena administración del país, es como vender el apartamento para festejar el quinceañeros de la niña cuando lo verdaderamente importante es su ingreso a la universidad y, por lo tanto, su futuro.

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