Centralismo sinónimo de inequidad y atraso

En alguna de mis columnas recientes me referí, de paso, a una concepción de los problemas del país por parte de cierta elite que habita Bogotá que pretende dar por sentada la idea de que hay una forma de pensar y gobernar el país y mirar el mundo, la de ellos, por vivir donde viven, moderna e ilustrada, opuesta a la de una elite provinciana, conservadora, ruralista, atrasada y premoderna en la que caben aquellos que viven por fuera de Bogotá y que en las ocasiones en que han gobernado han hecho retroceder el reloj de la historia.

Es una forma de dividir la sociedad, no ya entre ricos y pobres, entre explotadores y explotados, entre opresores y oprimidos, entre oligarquía y pueblo, entre blancos y negros, entre aristócratas y ruanetas, liberales y conservadores, sino entre cultos e incultos, entre modernos y tradicionalistas, entre universalistas y provincianos. Esa forma de pensar ya se ha hecho tradicional y por tanto conservadora, no data de ahora sino que se remonta, incluso, a la época colonial y a la independencia cuando en Santafé se concentraba el gobierno virreinal y luego el republicano. Los venezolanos al separarse de la Gran Colombia, proyecto integrador de un provinciano caraqueño soñador, manifestaron su descontento con el poder avasallante de los burócratas santafereños. El poder centralista cuestionado desde 1810 originó muchos conflictos y guerras en el siglo XIX. Al final de esa centuria, un hombre de provincia, bastante conservador él, que sólo conoció el sol de Ocaña y el de la capital, ultracatólico e hispanista, nostálgico del régimen colonial, nada moderno, en alianza con un liberal incomodo para su partido y muy retrógrado según el parecer de la línea del Olimpo Radical, creó el régimen centralista a través de una constitución (1886) que restableció la alianza entre el estado colombiano y la iglesia católica y consagró el centralismo hasta el sol de hoy.

Colombia entonces, fue gobernada por una serie de filólogos y poetas, unos de provincia y otros bogotanos, no siempre con buen timón ni buena fortuna. A uno de ellos, José Manuel Marroquín, le ocurrió la separación de Panamá mientras leía poesía. Fue en esa época, si mal no estoy, en que nació la leyenda o mito de Bogotá como la Atenas suramericana para indicar el aire de cultura que se respiraba en sus calles, colegios y universidades. Quizás de ahí provenga ese tufillo fastidioso que exhiben con desparpajo personajes de alcurnia que pavonean sus apellidos de supuestas raíces aristocráticas, actitud nada moderna. Miran por el rabillo del ojo a quien llega de afuera, al que huele a montaña y a sudor, se burlan del hombre de campo, de su universo cerrado, de su gusto por los caballos, de su hablar poco delicado, de sus malas maneras. A estas alturas del siglo XXI todavía hay quienes se regodean de su cultura supuestamente superior frente a la del resto de mortales “pecuecudos” que llegan a la capital a tramitar sus necesidades, sus pliegos y proyectos ante una burocracia prepotente, desatenta y perezosa. En vez de reconocer las consecuencias desastrosas y el carácter reaccionario del centralismo, lo perfuman con teorías exóticas.

Yo no se si cuando hablan de presidentes provincianos, tradicionalistas, camanduleros, hacendados, que huelen a pasto y a mulas, lo hacen para contrastarlos con presidentes capitalinos, como por ejemplo, Alfonso López Michelsen el de los escándalos de la Handel y de la carretera por su hacienda La Libertad, que dizque ponía a pensar el país cada que bostezaba una frase y cuyo padre si fue gran modernizador siendo de provincia. O con Julio César Turbay Ayala que se vanagloriaba de haber cenado en la vajilla de Napoleón o con Ernesto Samper que se pasó su cuatrienio comprando el favor de congresistas y defendiéndose de las acusaciones sobre infiltración del narcotráfico en su campaña electoral o con el provinciano modernizado, César Gaviria, durante cuyo mandato el Estado fue humillado por las mafias de toda Colombia o con Andrés Pastrana el engañado por las FARC a las que les entregó cuarenta y dos mil kilómetros cuadrados durante tres años y medio para nada útil al país.

Según los que defienden o cohabitan esa odiosa forma de discriminación centro sinónimo de cultura y modernidad, provincia de incultura y atraso, es en la provincia donde tiene lugar el clientelismo político, el tráfico de influencias, la corrupción rampante, el desorden institucional, el espíritu feudal y se gesta todo tipo de violencia desde la guerrillera hasta la mafiosa y la paramilitar.

Dicho esquema mental se traduce en prejuicios y en ostentación vacua que choca con la realidad. ¿Cuántos artistas, escritores, dirigentes políticos y gobernantes naturales de la provincia no han dejado honda huella modernista en nuestra sociedad? ¿Cuántos personajes de alcurnia, nativos o instalados en el centro, centralistas a morir, que viven en la bella capital, no han dejado huella de sus desastres, de su pequeñez, con su corrupción y su incompetencia para dirigir los destinos del país? Agreguen a los presidentes mencionados la desastrosa experiencia de centralistas de izquierda como Samuel Moreno Rojas y progresistas como Gustavo Petro en la alcaldía de Bogotá.

El enfoque, pues, sobre quien es y quien no es moderno, no puede seguir teniendo por sustento esa frívola idea con olor a determinismo geográfico del “sabio” Caldas, según la cual sólo en la planicie hay ambiente propicio para el pensar y la ciencia, o la abiertamente racista de José María Samper para quien “la civilización es un privilegio de raza blanca, que se concentraba en Santafé” (en buena hora citados por la columnista Catalina Ruíz-Navarro EE nov 22/2012). En el despojo de mar que acaba de sufrir el país es grande la responsabilidad del sistema y de la forma de pensar centralista, por lo mismo, valdría la pena que la reorganización territorial en términos de autonomía de las regiones ,se aborde como lo manda la Constitución de 1991.

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