Con el pecado y sin el género

Con ocasión de la Cumbre de las Américas realizada en Cartagena, se ha vuelto a poner de presente el tema de la legalización de las drogas, la que es considerada por algunos como la única alternativa viable para enfrentar tan grave problemática tras el supuesto fracaso de la ‘guerra contra las drogas’. Al respecto, el presidente Santos dijo que esa lucha ha sido como pedalear en una bicicleta estática, o sea que, a su parecer, estamos en el mismo sitio donde empezamos.

Sin embargo, contemporizar siempre ha sido una solución cobarde a cualquier problema. Dar el brazo a torcer conlleva cierto cinismo que está bien tipificado en esa frase que dice “si no puedes con tu enemigo, únete a él”. Por esa vía, llegará el momento también de proponer la legalización del atraco, el homicidio, la corrupción, la violación y cualquier otro delito que la sociedad no pueda combatir de forma definitiva porque, por cierto, creer que el combate a las drogas no ha ayudado en nada es una grave imprecisión. ¿Dónde estaríamos en medio de la permisión total?
La tesis de los partidarios de la legalización de las drogas -o cualquier solución intermedia, como la descriminalización- consiste en que el problema no puede mirarse como un asunto de moral sino como un problema de salud pública o, en otras palabras, en reconocer que el adicto no es un criminal sino un enfermo. Hasta ahí no hay mayores discrepancias y es lo que se argumenta en el acto legislativo de 2009 que prohibió el porte de la dosis personal pero sin judicializar al adicto.

La discrepancia está en otra parte. Quienes aducen que la guerra antidrogas fracasó manifiestan que el verdadero y único problema es la violencia generada por las mafias del narcotráfico, organizaciones poderosas que cuentan con enormes recursos para imponerse por la fuerza -haciendo correr ríos de sangre- y para corromper a las instituciones, tanto del orden estatal como del orden social. Y como combatir a esos criminales es una labor ardua y dolorosa, creen que lo mejor es recurrir a la solución mágica de la legalización, creyendo que al perderse las fabulosas ganancias se acabarán las mafias y, por ende, la violencia, añadiendo al argumento que la facilidad para adquirir las sustancias -antes prohibidas- no disparará el consumo por una suerte de autorregulación espontánea.

Sin duda, una hipótesis demasiado buena para ser verdad. Si bien es cierto que en Estados Unidos ocurrió algo similar cuando se levantó la prohibición del alcohol, los contextos son tan diferentes que es necesario concluir que esta teoría es tremendamente infantil. ¿Alguien cree que los peligrosos narcos van a mudarse a actividades legales -y, ante todo, pacíficas- cuando la ley de oferta y demanda les haga injustificables la producción, distribución y comercialización de esas sustancias? ¿O que, incluso, habrá quienes se plieguen a la legalidad, sometiéndose a la tramitomanía estatal y al pago de impuestos, para producir narcóticos como si se tratara de gaseosas?
Clara y contundentemente podemos afirmar que no. Si a los violentos se les arrebata el rentable negocio de las drogas, es obvio que ellos recurrirán a otras actividades ilegales que constituyan una fuente de recursos tan atractiva como el narcotráfico,  imponiéndose por los mismos medios violentos. De hecho, muchas organizaciones criminales ya han hecho ese tránsito, y combinan el negocio de los estupefacientes con la extorsión siciliana, la explotación minera, la prostitución, el juego, los micropréstamos, las armas, el contrabando, la contratación pública, etc. Todo lo cual podría agudizarse, de ser necesario, para compensar las pérdidas.

De manera que, aun sin tener en cuenta el sofisma de que el consumo no crece con la despenalización, y el hecho de que no será posible meter todas las drogas en el mismo saco, se puede concluir que esta es una solución engañosa que hará que nos quedemos con el pecado y sin el género.

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