¿Conflicto armado interno o amenaza terrorista?

a. Conflicto armado interno o amenaza terrorista

Sin querer agotar el debate, solo para barruntar algunas ideas que sirvan de guía a un trabajo más juicioso, quisiera definir los ámbitos problemáticos frente a los cuales hay que construir los mencionados conceptos. En el caso del debate sobre «conflicto armado interno o amenaza terrorista», existe una clara intencionalidad política por parte del gobierno de redefinir la visión que tenemos sobre la situación de violencia interna que azota a la nación. Es bien sabido que no existe una precisión matemática sobre el alcance de dichos conceptos. El mundo se debate todavía en cuanto al sentido de la palabra terrorista, y sobre si una amenaza terrorista puede ser definida a su vez como parte integrante de un conflicto armado interno. Pero si bien los alcances semánticos de las palabras son motivo de debate entre los politólogos y académicos, no así las consecuencias políticas de aceptar una u otra denominación.

Resulta interesante entrar al campo de los efectos que en la vida política tienen las palabras, señalando el cuidado que ponen distintas naciones de la tierra en utilizar el término «conflicto armado interno» para calificar problemas que resultan similares a los que padece Colombia. No es accidental que el gobierno inglés haya dado el debate ante Naciones Unidas para impedir que la situación de violencia en Irlanda del Norte sea calificada como «conflicto armado interno». Llaman terroristas a los miembros del IRA, pero con ese pragmatismo que caracteriza a los ingleses se permiten pactar con ellos un acuerdo de paz, avalado por el mundo entero, que tiene como soporte un cese de hostilidades. En sus lineamientos generales es este un buen modelo para abordar la problemática de nuestro país. Por otro lado, tampoco Rusia permite que la guerra en Chechenia sea denominada «conflicto armado interno», logrando que su posición sea aceptada por varios organismos de Naciones Unidas.

Como primer resultado práctico, al no recibir este calificativo dichas naciones han impedido que se les incluya en una lista de naciones con «menores vinculados al conflicto armado interno», que está próxima a ser presentada al Consejo de Seguridad, para que este organismo tome las medidas que considere necesarias, incluso, eventualmente, una intervención armada para proteger a los menores reclutados. En Colombia se ha socializado de tal forma el término «conflicto armado interno», que aparece en leyes y documentos gubernamentales, sin que los funcionarios sepan del alcance político que puede tener la mencionada definición. Vale por eso pensar aquí con criterio pragmático y saliéndonos de la razón pura entrar al terreno de la razón práctica -escenario por demás propio de la política-, donde los conceptos se convierten en instrumentos de presión legítima, en fuerzas que inciden en el desarrollo de los pueblos u obstaculizan la plena expresión de sus potencialidades.

Quiero en consecuencia hacer referencia a otros argumentos planteados por el gobierno. Al aceptar la existencia de un conflicto armado interno, damos a los grupos armados ilegales la condición de «partes», lo que legitima de hecho su uso de armas y uniformes, así como la definición de blancos militares que no son otros que nuestros soldados y policías. Curiosamente, el principal argumento que esbozan organizaciones de derechos humanos para mantener la calificación de conflicto armado interno, consiste en asegurar la protección de los civiles injustamente atacados dentro de la contienda. Pero este argumento, que poco persuasivo ha resultado para los terroristas colombianos que siguen haciendo de los civiles sus principales víctimas, tiene como reverso el considerar legítimos los ataques a los uniformados que portan las armas del Estado. Si aceptamos indiferentes que maten a nuestros policías y soldados, en vez de responder enardecidos cada vez que se trunca una vida que ofrece lo mejor de sí para que tenga futuro la nación, se habrá roto, entonces, ese pacto básico entre los ciudadanos desarmados y aquellos otros que con las armas velan por nuestra tranquilidad. Y el día que esto acontezca, Colombia ya no será viable. No sobra aclarar que independientemente del tratamiento político que el gobierno le dé a la situación de amenaza terrorista que enfrentamos, esto no es óbice para la aplicación del derecho internacional humanitario. Nuestras FFMM respetan en todo momento la vida y los bienes de los ciudadanos que no se han alzado en armas para atentar contra la sociedad colombiana, y en consecuencia, dirigen sus ataques únicamente contra los terroristas.

En el campo político, la condición de «parte» puede ser entendida también como la posibilidad de ostentar el carácter de interlocutor legítimo a nivel nacional e internacional. Es interesante observar cómo grupos pacifistas radicales o activistas de izquierda que se inclinan por una posición antiestatal, insisten en llamar «actores del conflicto» a los guerrilleros, autodefensas y miembros de la Fuerza Pública colombiana, tratándolos como partes equiparables, frente a las cuales los ciudadanos se pueden declarar neutrales. La postura extrema de los activistas que defienden la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, o las voces que se han levantado para pedir que la Fuerza Pública salga del casco urbano de Toribío para que las FARC cesen en sus ataques terroristas, son producto de este equívoco, que traslada el concepto de «neutralidad profesional» propio de CICR o la Cruz Roja nacional, al campo de la neutralidad política. Por esta vía, por supuesto, se llega al exabrupto defendido por algunos grupos de derechos humanos que consideran la colaboración ciudadana con la Fuerza Pública como una «vinculación de los civiles al conflicto», por lo que el gobierno estaría violando la normatividad humanitaria al llamar a los ciudadanos a cumplir con el deber de informar a las autoridades legítimas sobre los riesgos que perciben en su entorno. Los civiles en Colombia no están cómodamente sentados viendo un partido de fútbol entre las fuerzas del estado y los terroristas, sino que están vinculados por estos, de la peor forma: como víctimas. La cuestión es entonces cómo logramos que esas victimas potenciales cooperen con el Estado para que éste pueda garantizar el ejercicio de sus derechos fundamentales.

No menos importante es el argumento que surge al describir la naturaleza de nuestra democracia. Colombia es una democracia vigente, en trance de fortalecerse, con instituciones sólidas y una cultura política antiautoritaria que ha impedido la incubación de dictaduras, tan usuales en años pasados en otros países de América Latina. Nuestra Constitución y la Corte Constitucional que la interpreta, son consideradas de avanzada en el mundo en cuanto a defensa de los derechos fundamentales. Somos una nación descentralizada, con gran raigambre participativo, con elección popular de autoridades municipales y departamentales.

En la actualidad, incluso, el más férreo grupo opositor al presidente Uribe, nacido de la izquierda sindical y apoyado por antiguos guerrilleros reinsertados, ocupa la Alcaldía de Bogotá, el segundo cargo más importante de la nación. Muestra de pluralismo de la que este gobierno se siente orgulloso. En Colombia las autoridades no persiguen al contradictor político, como sucedía en los antiguos regímenes de la seguridad nacional. La nuestra es una seguridad democrática, que tiene como horizontes la defensa de los derechos fundamentales de todos los ciudadanos y el fortalecimiento del pluralismo político.

Sobra decir que este pacto mayoritario a favor de la democracia lo hemos logrado bajo la amenaza de grupos armados ilegales financiados por el narcotráfico, el secuestro o el robo de gasolina, que no cuentan con apoyo popular ni respaldo político. Si hablamos de ‘conflicto armado interno» en vez de hablar de «democracia amenazada», transmitimos al mundo una imagen deformada de lo que acontece en nuestro país. Sí, la nuestra es una democracia vital, pujante, pero amenazada por guerrilleros y paramilitares que convierten en «objetivos militares» a las autoridades locales, como fue el caso de los más de 300 alcaldes amenazados por las FARC a finales del gobierno pasado o los gobernantes de los entes territoriales amenazados por las autodefensas.

Como sucede hoy en la legislación inglesa y española, el único nombre que tenemos para calificar a quienes usan el terror para atacar a una democracia garantista y pluralista, es el de terroristas. Las cosas hay que llamarlas por su nombre. Los eufemismos, en este caso, nos hacen daño. No quiere decir eso que entremos, como sugieren algunos, en la «moda mundial» de la guerra santa contra el terrorismo, suponiendo que hemos importado el término para agradar a alguna potencia extranjera. Calificar a los terroristas como lo que son es un acto de sinceridad patria, lo que no quiere decir que sean monstruos irremediables o que carezcan de ideas políticas. Lo que hace peligrosos a los terroristas es precisamente que tengan ideas mesiánicas y fundamentalistas que los llevan a justificar la violencia como arma política. De allí la importancia de exigirles como condición básica para cualquier diálogo que desistan de la violencia, pues sin el recurso del arma bien pueden sus ideas entrar a jugar dentro de las reglas democráticas.

Caer en el juego de decir que existe en Colombia un «conflicto social y armado», es nada más ni nada menos que aceptar que la guerrilla está en armas porque existen conflictos sociales o que los conflictos sociales en Colombia no tienen cauces democráticos para dirimirse, por lo que sólo encuentran la vía de las armas para expresarse. Reconocemos que en Colombia hay conflictos sociales serios, pero estos conflictos pueden dirimirse a través de los mecanismos democráticos. Los grupos violentos en vez de ayudar a dirimir estos conflictos, los polarizan y radicalizan para afianzar su estrategia de poder. Los violentos apabullan los conflictos para sembrar el unanimismo nacido del terror. Interpretando libremente a Estanislao Zuleta, podría decir que mientras a los demócratas nos interesa que haya cada vez más conflictos -pues para nosotros conflicto es una palabra noble y nos la jugamos por defender la vida del adversario-, a los violentos no les interesa que se abran escenarios plurales para la discusión y solución de los conflictos, pues ellos sólo quieren capitalizar a su favor el odio de los desfavorecidos para catapultarlo y usarlo como herramienta para imponer su hegemonía. La acción de los grupos violentos colombianos es la más cruda negación de los conflictos que dan aliento a la democracia.

La paz que buscamos dentro de la democracia es polifónica; la de los violentos es la paz de los sepulcros. Así como se acercan a los cinturones de miseria de nuestras grandes ciudades para convertir el conflicto social de la marginalidad en un arma mortífera que puede envenenar el alma de nuestros jóvenes convirtiéndolos en asesinos púberes, así intentan por todas las vías subyugar los conflictos de la democracia a su dialéctica del odio de clases. Concederles que existe un «conflicto social y armado» no es otra cosa que legitimarles su estrategia del terror.

Entiendo que para algunos sectores de la comunidad internacional resulta difícil aceptar estos argumentos. Personalmente he debatido de manera amplia con algunos de los embajadores del llamado G-24 que han insistido en utilizar esta denominación. Pero no podemos dejar que observadores de otros países, que no alcanzan a comprender la dimensión de nuestros problemas o actúan bajo la presión de sus propios intereses o urgencias, definan la naturaleza de lo que nos acontece, trazando así el rumbo que debe seguir nuestra nación. Si aceptamos que existe «conflicto armado interno», que las guerrillas y autodefensas son «partes», que los miembros de la Fuerza Pública son «actores del conflicto», que los civiles pueden declararse neutrales frente a la Fuerza Pública , entonces muy pronto tendremos gobiernos extranjeros y organismos internacionales pasando por encima de las autoridades legítimas para hablar con los ilegales, invocando para ello el principio de neutralidad. No nos equivoquemos. En esta definición se juega la suerte de la nación. Una cosa es hablar de un país dividido por un conflicto armado interno y otra, muy diferente, de una nación amenazada que lucha por consolidar su democracia. Una democracia amenazada por grupos terroristas está en todo su derecho de solicitar a los países democráticos del mundo ayuda para enfrentar esta amenaza. Un país dividido, azotado por un «conflicto armado interno», es sinónimo de una democracia y unas autoridades cuestionadas, un gobierno al cual muchas naciones no brindarán ayuda en el campo de la seguridad y que preferirán cuestionar a la espera de ver qué rumbo toman los acontecimientos.

Estos son apenas algunos argumentos para ahondar en este debate apasionante, que hemos asumido con el presidente Uribe con amor de patria herida. Otros relacionados con la diferenciación entre los campos político, jurídico y humanitario, para aclarar que nuestra afirmación en lo político no pretende derogar la vigencia del DIH o impedir las acciones humanitarias de organismos especializados como el de la Cruz Roja nacional o internacional. Las consecuencias que esta decisión tiene sobre la política de paz en cuanto a las condiciones para hablar con grupos terroristas y pactar con ellos acuerdos, he podido tratarlas en otros escenarios y deberán ser materia de análisis exhaustivo por parte de los académicos agrupados bajo este convenio, a fin de entregar a la opinión un compendio de textos que haga claridad sobre el asunto. No quiere decir esto que el debate vaya a darse por terminado. Digamos que apenas empieza, que queremos posicionarlo como un gran debate de la democracia y adelantarlo con el mayor respeto entre ciudadanos desarmados, impidiendo que quienes hacen uso de la violencia intervengan con el silogismo de las armas para forzarlo según sus intereses o abortarlo con sus balas.

Palabras pronunciadas por el Alto Comisionado para la Paz del gobierno del Presidente Álvaro Uribe, en la Universidad Militar Nueva Granada, en abril 27 de 2005.

Luis Carlos Restrepo*

«Hacia una política nacional de seguridad y paz» (Fragmento)

Bogotá, abril 27 de 2005

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