Contra la barbarie

Es muy grave lo que pasa en algunas regiones del territorio nacional, a donde ha regresado la barbarie.

Por una parte, ha recrudecido la violencia por razones de posición política, y se ha producido la muerte de líderes sociales y dirigentes de izquierda.

Plantones y marchas han sido las formas legítimas y pacíficas de expresión de comunidades que se sienten amenazadas y que además encuentran que, ni en los círculos oficiales, ni en los medios de comunicación han tenido eco sus reclamos. Es, según piensan -no sin justificación-, como si nada pasara, o como si no fueran importantes la vida y la integridad personal de quienes se constituyen en defensores de sectores sociales de enorme importancia –protegidos en la teoría de la Constitución-, como es el caso de las comunidades indígenas. 

Esas personas, cuyas familias quedan en el más absoluto desamparo, no hacen nada distinto de buscar que los derechos básicos sean respetados y que operen las garantías plasmadas en la Carta Política y en los Tratados Internacionales. O expresar sus ideas políticas, en un sistema constitucional y democrático que dice garantizar a plenitud la libertad.

No es una vana alarma. Las cifras hablan por sí mismas. El movimiento “Marcha Patriótica” ha denunciado ante la Fiscalía General que en los últimos cuatro años han sido asesinados ciento veinticuatro defensores de Derechos Humanos. 

Sin ir más lejos, el pasado fin de semana perdieron la vida a manos de sicarios dos dirigentes cívicos, defensores de derechos.

El país debe evitar que se repita la dolorosa experiencia de la Unión Patriótica, cuyos integrantes fueron exterminados por oscuras fuerzas, en el curso de un verdadero genocidio.

Simultáneamente, en distintos sitios han sido asesinados miembros de la Policía Nacional, al parecer en desarrollo de un denominado “plan pistola”, cuando los uniformados -colombianos también- se han alejado de sus padres, esposa e hijos, para prestar un valeroso servicio a la colectividad y quienes –al igual que los líderes sociales- se arriesgan día a día por las comunidades y protegen a la ciudadanía, como se lo manda la Constitución.

Creíamos superadas estas criminales formas de procurar el imperio de las propias ideas o el de la impunidad. Pero nos engañábamos. La cultura del respeto a la dignidad de la persona humana, de sus derechos, de sus libertades, está lejos de ser -como debería- la mejor garantía de paz y convivencia.

Hay todavía quienes, en su estulticia, siguen creyendo que matando a un líder suprimen sus ideas, cuando la Historia ha demostrado hasta la saciedad que su sacrificio las multiplica y las expande. Como hay también quienes erróneamente estiman que matando a un humilde policía neutralizan o amedrentan a la autoridad e impiden la justicia.

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