Crecimiento cero

Debimos aprovechar la bonanza para industrializarnos y en cambio nos echamos a dormir. Y camarón que se duerme, amanece en cazuela.

Mientras el Presidente de la ANDI vaga por los campos que fueron de golf en La Habana, y hoy son los barrios reservados para deleite de la nomenklatura y descreste de los visitantes, sus afiliados han recibido las peores noticias de muchos años. Para hacer corto el cuento, la producción industrial no tuvo crecimiento en el 2.012.

Dirá algún desprevenido que los industriales pueden quedarse donde están sin que les pase mucho. Habrá que sacarlos de esa ilusión. Para la industria no existe el punto muerto. La industria produce más y mejor o se liquida. El estancamiento no existe, ni puede existir. La industria tiene que incorporar todos los días tecnologías y equipamientos nuevos, o la sacan del mercado. Porque el proceso productivo es fatalmente dinámico y solo se agotaría cuando todas las necesidades estuvieran satisfechas y cuando los precios hubiesen llegado a un punto inamovible. Y ambas cosas son imposibles. Lo que nos asombra hoy, mañana desaparece por vetusto. Y lo que parece el punto de llegada es apenas un nuevo punto de partida.

Estamos a distancias infinitas de la capacidad de aquietarnos. Nuevas masas de población acceden, o quieren acceder, a las ofertas de la modernidad. Y la ciencia, con sus descubrimientos asombrosos, abre la senda para formas distintas de manejar la salud, los alimentos, la energía, la capacidad de comunicación y de investigación.

Si dedicamos tantas líneas a lo que por  obvio pudiera omitirse, es solo porque la opinión no le ha dado importancia a lo que nos pasa.

Por decenios, y gracias a las recetas cepalinas, mantuvimos una industria mediocre, que mal o bien sacaba sus productos a un mercado cautivo, cerrado, protegido. Y nos hemos acostumbrado a la idea de que las cosas pudieran seguir del mismo modo. Pues definitivamente, no. La industria mediocre produce poco, caro y de mala calidad. Y el que produce así se quiebra. Porque ya no es posible condenar a nadie a la insularidad, lo que nos arroja a la mitad de un mundo esencialmente competitivo. Uno no puede celebrar un TLC con Corea y olvidar que ese país está a la cabeza de la tecnología en maquinaria pesada, equipos de comunicación y transporte, electrodomésticos, elementos de construcción. Abrirle nuestros mercados es desafiarla a que nos invada, con la ilusión de que podremos invadirla con nuestra oferta.

¿Oferta de qué, nos preguntamos? Si la industria no crece es porque ni siquiera puede abastecer nuestros elementales mercados. Lo que significa que andaremos en carros coreanos, veremos televisión en aparatos coreanos, cocinaremos con aparatos coreanos, en una palabra, viviremos en coreano. Nuestra estancada industria, así examinada, no tiene más horizonte que las fórmulas que se aplican en la Superintendencia de Sociedades para los quebrados.

Lo hemos tenido todo para dar un gran salto adelante. El mundo resolvió comprar caro lo que produce nuestra tierra. Eso, que en Economía se llama los términos de intercambio, nos abrió la puerta para financiar grandes proyectos industriales, con tecnología de punta, equipos ultramodernos y gente ultramoderna. Pero el Gobierno y el Banco de la República se apuntaron a la carta del sedentarismo. A felicitarse cada día porque la inflación está bajita y el fisco rico. Mientras tanto, el trabajo colombiano se marchita y el desarrollo se hace imposible. Un campesino de Chinchiná, de esos que no se le pueden nombrar al Presidente, descubre que lo que ha producido toda la vida ya no le alcanza para el pan de su familia. Y se desconcierta. Y se enoja. Y vocifera, sin necesidad de que las FARC estimulen su ira ni le hagan levantar la voz. Pero el pobre no sabe que su ruina es el precio de la satisfacción del Banco y de la mermelada que ofrece el Gobierno en todas partes.

Debimos aprovechar la bonanza para industrializarnos y en cambio nos echamos a dormir. Y camarón que se duerme, amanece en cazuela. Y en la cazuela hemos quedado, listos para que nos coma el primer transeúnte. ¡Y vaya que los hay!

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