¿Cuántos niños más… muertos?

La masacre de cuatro menores de 4, 10, 14 y 17 años, en Caquetá, al parecer por líos vecinales, ratifica nuestra desbordada intolerancia. Como dijo el Procurador, y entre los débiles golpean a los más débiles.

Es una vergüenza para una sociedad tener que asistir al entierro de cuatro hermanos, dos niños y dos adolescentes, asesinados con tiros de gracia. No solo por lo demencial del hecho sino por lo que traduce respecto de que, hay que aceptarlo y preocuparnos, perviven ciertas patologías sociales ligadas a la intolerancia y la violencia armada. Colombia debe sentirse triste y abocada a evitar que se repitan más estas tragedias.

El procurador General, Alejandro Ordóñez, subrayó precisamente que esta masacre refleja “la enfermedad de nuestra sociedad”. Obliga a pensar en qué mentes y personas se planeó un ataque contra pequeños a todas luces indefensos e incautos, para los cuales nadie esperaría una agresión de consecuencias tan brutales, inhumanas… De tal letalidad.

Aunque es prematuro aventurar hipótesis sobre los autores y los móviles, sería incluso más indignante ratificar que el ataque obedece, como lo advirtieron algunas autoridades locales, a líos vecinales por linderos y por la propiedad de metros de tierra. Es impensable que una diferencia en asuntos domésticos lleve a ciudadanos a proceder con consecuencias en extremo aberrantes y condenables.

Lo que se debe señalar es que episodios de calaña tan atroz-cometidos contra niños a los que sabemos toda legislación protege especialmente- deben producir el repudio y la movilización de las autoridades y de la comunidad. Son imperdonables, frente a este hecho, la indiferencia y el silencio. El país debería hacer sentir su malestar con marchas, mensajes en las redes sociales y un grito de exigencia para que se capture a los responsables, se les enjuicie y se evite la impunidad habitual.

Es desconcertante confirmar que estos episodios, por su origen en una zona periférica del país, no mueven de manera unánime a la opinión pública, a las autoridades y en especial al conjunto de los colombianos a rechazar la violencia en general, pero en particular contra niños inermes. No puede haber un país de primera y otro de segunda categorías. El de las grandes capitales, con el foco de los medios de información masiva siempre puesto, y otro que apenas capta unas líneas o unos segundos en periódicos y noticieros de TV.

A Colombia, con tantos problemas y desórdenes originados por el conflicto armado, por el narcotráfico y por el desgobierno en las zonas marginales, también le producen enormes daños la delincuencia común y las riñas vecinales y callejeras.

Cuán inconveniente es que la intolerancia ciudadana desate estas tragedias. Se alimenta la imagen -y la realidad- de que seguimos siendo un pueblo bárbaro, inclinado a hacer justicia por manos propias y con una capacidad de desproteger y despreciar la vida que avergüenza.

Las versiones iniciales indican que dos pistoleros incursionaron a las ocho de la noche en una vivienda de tablones y latones, en el kilómetro 52 de la vía Florencia (Caquetá)-Suaza (Huila), y fusilaron a los cuatro hermanitos. El quinto de ellos, de 12 años, se hizo el muerto y fue quien luego avisó a los vecinos.

Esta descripción de los hechos nos obliga a solidarizarnos y a escribir esta reflexión sobre el valor de la vida y del respeto común que debemos construir entre colombianos. Una sociedad en la que se aniquila tan atrozmente a niños tiene problemas gravísimos de intolerancia, de derechos, de valores y, por supuesto, de civilización y futuro.

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