Cuerpos desnudos, cuerpos calcinados

Desnudarse ahora es apenas un recurso candoroso frente a las imágenes opuestas: cuerpos ametrallados, descuartizados, incinerados y arrojados a fosas comunes.

La campaña propuesta por un grupo de mexicanos en señal de protesta –una nueva entre las mil señales de indignación, dolor y rabia por los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, estado de Guerrero (México)– llamará seguramente la atención sobre el horror de esta masacre, pero los cuerpos desnudos de cientos de mexicanos serán un contraste mediático y hasta morboso entre la desnudez simbólica de la justicia y la descomposición de cuerpos humanos desaparecidos y calcinados en medio de la impunidad.

Allá o aquí, no importa en qué latitud del mundo. Lo de Guerrero, en México, no es peor ni menos grave que lo de Chengue, Bojayá o Segovia, en Colombia. Hemos mal aprendido a medir la monstruosidad de las masacres por el número de víctimas, pero esta vara solo sirve para calcular la paulatina fragilidad del Estado frente al empoderamiento de la ilegalidad.

Estamos viviendo en sociedades que, paradójicamente, dicen estar dando saltos cualitativos hacia el crecimiento sostenido de sus economías y la estabilidad de sus instituciones públicas, sociedades en las que se reducen los índices de pobreza, pero crece la informalidad, vecina cercana de muchos negocios “legales” de las organizaciones criminales.

Al lado de esos índices de crecimiento –en México, Brasil o Colombia– vive y crece la cabeza de hidra de la ilegalidad: la corrupción enquistada en instituciones públicas y empresas probadas y el crimen organizado en sus formas más brutales de posicionamiento en el mercado.

El modus operandi es variado, pero carece de escrúpulos. Cuando el objetivo último es la eliminación del cuerpo y la desaparición de sus huellas, todos los horrores son posibles. Lo que contribuye a volver menos superable y cada día más poderoso el imperio de la impunidad en nuestros países son las alianzas de los criminales con fuerzas del Estado y con particulares que defienden intereses económicos de apariencia legítima.

La teoría de las manzanas podridas ya no convence: la cosecha de esas manzanas no ha disminuido. Cada vez que sacudimos el árbol caen más al suelo, abonadas por la corrupción y el crimen. Un Estado en el que sus Fuerzas Armadas o de Policía, su aparato de justicia o sus instituciones políticas no pueden frenar esta clase de alianzas es un Estado a medias, más cerca del fracaso que de la confianza ciudadana que lo volvería insustituible.

Me ha llamado la atención la propuesta mexicana de desnudar los cuerpos para recordar –otro día más y de manera distinta– lo que no ha sido olvidado: la desaparición de 43 jóvenes normalistas en septiembre pasado, entregados por las autoridades locales a las bandas criminales que consumaron la masacre. De esas entregas sabemos en Colombia. De metódicas desapariciones perpetradas por el crimen organizado y agentes del Estado está lleno el manzano donde se nos han podrido las manzanas.

Me ha llamado la atención porque se refiere a algo que no debería desaparecer nunca de la atención pública hasta no ser resuelto de la única manera como se resuelven estos crímenes: con la verdad y la justicia. Desnudarse ahora es apenas un recurso candoroso frente a las imágenes opuestas: cuerpos ametrallados, descuartizados, incinerados y arrojados a fosas comunes.

La “pureza” simbólica del desnudo tiene las mejores intenciones, pero es tal la perversión del tejido político que envuelve esta clase de masacres, que manifestaciones de protestas como esta pierden incluso su fuerza moral. La única fuerza moral ante estas canalladas es la indignación constante y severa de los ciudadanos.

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