De fascistas y otros demonios

Fue Benito Mussolini quien se encargó de incorporar al fascismo como una manifestación adicional de los regímenes totalitaristas que se impusieron en Europa en el periodo entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial.

Basta con leer la monumental obra de la alemana Hannah Arendt, “Los Orígenes del Totalitarismo” para comprender a ciencia cierta las causas sociológicas que permitieron la instauración del totalitarismo a comienzos del siglo pasado.

Hacemos un cuadro comparativo con los hechos que se registran en nuestra región y el resultado es alarmante. El discurso antiimperialista que tanto se alienta en Venezuela, Nicaragua, Argentina, Bolivia y Ecuador allana el terreno para la propagación de la corriente totalitariadisfrazada de socialista que, a pesar de exhibirse afecta a los más caros valores democráticos, en efecto busca su eliminación.

Mirémoslo con detenimiento. La primera acción consiste en acallar las voces de quienes se oponen ya sea a través de la delicada persuasión acompañada por un multimillonario contrato o por medio de acciones un poco más rudas que empiezan en la persecución judicial y terminan en el atentado personal. Lo importante para el totalitarista es, al precio que sea, silenciar a aquel o aquellos que puedan poner en riesgo su proyecto político.

Consolidado el unanimismo, el totalitarista procede a confirmar respaldos internos y a evitar fisuras. Para ello utiliza el presupuesto público. A cargo del erario se compran conciencias, se patrocinan periodistas, se soborna jueces. Cuando Hugo Chávez lo hizo en Venezuela, los opositores que vivían en el exilio denunciaron la operación a la que bautizaron “el bozal de arepa”.

El totalitario se muestra agradado con los aplausos y absolutamente irritable con las críticas. Construye sus coaliciones de poder por medio de la amenaza o de la compra de conciencias. El totalitario cree que todas las personas tienen un precio y que el truco está en determinar cuál es este. Corrompe a quienes pareciera imposible. Aquellos que otrora figuraban como faros morales terminan cediendo ante el deslumbrante destello de las multimillonarias dádivas.

Los medios, ese cuarto poder que tanto puede influir, orientar o en su defecto manipular a una sociedad, son una obsesión del gobernante con talante totalitario. El periodista amigo y servil nunca carecerá de pauta, mientras que el crítico será desacreditado y si “el problema” persiste, la censura a través de sutiles procedimientos siempre es una herramienta eficaz.

Los empresarios no quedan por fuera. O aplauden al gobernante o, como dicen popularmente “les cae la administración de impuestos”, entidad que en momentos de dificultad puede llegar a convertirse en una suerte de policía político-empresarial. Señor industrial: ¿Quiere hacer dinero? Si la respuesta es afirmativa, entonces evite hacer nada distinto que alabar al presidente, al supremo, al paladín de la libre empresa.

Surge esta reflexión como consecuencia de un señalamiento que en días pasados hiciera Juan Manuel Santos contra el presidente Uribe a quien acusó de fascista. Y es paradójico porque si nos guiamos por los hechos pareciera que el doctor Santos estuviera refiriéndose a si mismo.

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