De la crisis de Grecia a la de Venezuela

Con petróleo a rodo en su subsuelo, Venezuela es la viejecita del cuento que no tenía qué comer.

De la explosión democrática de Grecia a la implosión paradójica de la rica economía de Venezuela hay un abismo, en realidad todo un océano. Pero ambas se traducen en fuertes sacudones de la opinión, los primeros previstos de sobra y los segundos también, a juzgar por protestas y predicciones inocultables.

Aquella se relaciona con la concepción rigurosa de sus elementos fundamentales, con la aplicación de la austeridad en todos los órdenes, sin reparar en sus severas consecuencias políticas y sociales. Esta otra, tan cercana a nuestra geografía y corazón, es resultado del arbitrario manejo de sus piezas estratégicas, tanto como de la inseguridad jurídica y la tendencia a estatizarlo todo. No en vano se traduce en hiperinflación, desvalorización de su moneda, escasez generalizada de los artículos de primera necesidad y represión brutal de las voces disidentes.

Lo de Grecia estaba más que cantado, siendo eslabón de la Unión Europea, así sea pequeñísimo al lado de las voces determinantes de los derroteros económicos del conjunto. Por la época de la reconstrucción de la República Federal de Alemania, su artífice e inspirador, el doctor Ludwig Erhard, se complacía en afirmar que no impondría la austerity británica a un pueblo que por varios años hubo de vivir de las fresas de los bosques. Su alternativa fue la expansión económica que proveyó de alimentos e ingresos a la gran masa de compatriotas, víctimas todos de los azares, privaciones y sacrificios de la guerra.

Quién iba a imaginar que algún día esa austeridad habría de simbolizar la estrategia impuesta por Alemania a su propia economía para resguardar su prosperidad, e igualmente a las demás naciones de la zona del euro, como garantía de la estabilidad y poder adquisitivo de su moneda. Apretándose los cinturones y haciendo las devaluaciones por dentro de las respectivas economías a costa de las oportunidades de empleo y de su capacidad de generar recursos de subsistencia.

Probablemente, pocas veces se ha visto mayor desocupación en el seno de las restantes economías europeas en tiempos de paz. Por eso han surgido movimientos populares discrepantes, como el que triunfó electoralmente en Grecia o como el del promotor de la protesta en España, curiosamente con el mismo nombre del legendario Pablo Iglesias, que fundara en 1879 el Partido Socialista Obrero Español.

No era entendible que el euro estuviera sobrevaluado en tanto se deprimían las economías y cundían, por el sur de Europa, las protestas de millones de personas sin trabajo y, de consiguiente, sin salarios ni alimentos. El obsesivo recuerdo germano de la superinflación de los años veinte del pasado siglo no podía ignorar la voz de millones de conciudadanos, jóvenes en su mayoría. El hambre siempre ha sido mala consejera.

El caso de nuestra hermana República de Venezuela es todavía más patético. Con petróleo a rodo en su subsuelo, aparece hoy como la viejecita del cuento que no tenía qué comer, viendo enemigos por doquier si a su Gobierno no se le rinde pleitesía o se calla sobre sus presos políticos, sobre su falta de libertades y garantías o sobre su manifiesta inseguridad jurídica.

Al expresidente Andrés Pastrana se lo cubrió de oprobio por haber intentado ver, en compañía de exgobernantes de Chile y México, a Leopoldo López, el líder popular mantenido tras rejas de arbitrariedad y hermetismo. Su liberación ha sido repetidamente pedida y despectivamente ignorada por los poderes públicos, quién lo creyera, en la propia cuna del Libertador. Ahora mismo se lanzan venenosos dicterios contra la Cancillería colombiana por la osadía de haber concurrido en esa solicitud. Prevalezcan aquí la serenidad, la sensatez y la comprensión de las circunstancias.

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