De las reformas al Estado (II)

Sigue en el Congreso el trámite de la reforma constitucional santista y valen la pena otros comentarios, equiparando esta iniciativa con el interés que antecesores aplicaron a sus propias reformas.

Es el caso de Carlos Lleras Restrepo, quien era del criterio de que lo económico y lo fiscal tenían que ir de la mano con la planeación. El presupuesto nacional tendría que estar orientado al crecimiento nacional para impulsar el desarrollo de las diferentes regiones y estas ideas le llevaron a impulsar una reforma constitucional en 1968, que no estuvo exenta de tropiezos, pero él logró sortearlos enfrentando al Congreso y amenazando con renunciar para que no se la despedazaran y ésta mantuviera su coherencia. Desde luego que tuvo que negociarla en algunas de sus partes, pero ésta no se vio resquebrajada en su unidad y lo que negoció tarde o temprano tendría que darse. Por ejemplo: para que la iniciativa del gasto público quedara en manos del Gobierno -para evitar los vicios del clientelismo-, tuvo que aceptar que se prorrogara a cuatro años el periodo de los representantes a la Cámara.

El otro caso fue el de Julio César Turbay Ayala, quien injustamente ha pasado a la historia como objeto de burla. Fue un político que tal vez por no ser de la élite bogotana ni con estudios superiores -pero muy superior a muchos que sí los tuvieron-, que puso de presidente a Alfonso López Michelsen y derrotó la aspiración reeleccionista de Carlos Lleras Restrepo, ha sido maltratado en la historia. Él, al que llaman ignorante, presentó una reforma constitucional que se conoce como “la de 1979”, con la orden expresa al Congreso de “no cambiarle ni una coma”. En efecto, la reforma fue aprobada como él quería porque la defendió como fiera. Otra cosa es que en la extinta Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia lo derrotaran. Bien decía el presidente Misael Pastrana Borrero en carta a Jacobo Pérez Escobar: para que una reforma constitucional tenga estabilidad tiene que ser obra conjunta de los dos partidos tradicionales: liberal y conservador. Como los Pactos de Sitges y Benidorm.

Qué contraste con lo que vemos en la administración Santos I y II, donde las reformas a la Carta no obedecen al afán de organizar el Estado sino para cumplir promesas de campaña, como lo reconoció expresamente el príncipe. Además, son reformas que las tiran al Congreso para ver qué sale, previa designación de un periodista como ponente, como sucede ahora. Aunque es obvio que el Congreso no debe ser convidado de piedra, se distingue muy bien cuándo un cambio es serio o es un “mico” u “orangután”. En Cámara y Senado meten la mano y al final ni eso vale, porque los que deciden son los célebres “conciliadores”, como sucedió hace dos años con la flamante Reforma a la justicia, una reforma constitucional que tuvieron que detenerla en forma inconstitucional, y ahora en las Altas Cortes quieren resucitarla.

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