De nuevo la enorme cortina de humo

Financiado por tres ministerios colombianos y 27 organismos extranjeros, el Grupo de Memoria Histórica que dirige el profesor Gonzalo Sánchez, acaba de publicar un informe de 434 páginas bajo el título de “Basta ya, memorias de guerra y dignidad”. Durante no menos de seis años, unos 60 investigadores, consultores, asesores, redactores y técnicos trabajaron con Sánchez en la producción y corrección de ese documento.

Algunos diarios saludaron la aparición de ese texto y citaron las cifras más espeluznantes que éste deduce de la llamada “confrontación armada”, pero muy rápidamente voces autorizadas lanzaron críticas al fondo mismo del documento.

Las frases más frecuentes que ellos han utilizado, hasta hoy, para detallar sus reproches son: “fuentes no plurales”, “interpretaciones sesgadas sobre las causas de la violencia”, “perspectiva unilateral”, “contabilidad inacabada”, “conceptos burdos”, “visión ideológica”, “manipulación histórica” y “conclusiones pésimas”.

Son críticas fuertes. Algunas son demoledoras. Pero son justificadas. Cada una de ellas abre debate. En todo caso, es una lástima que un esfuerzo intelectual y financiero de esa magnitud, en el que sin duda participaron algunos estudiosos honestos, termine en tan grande decepción.

No es sino leer el prólogo de Gonzalo Sánchez. Éste resume las líneas directrices del documento y planta brutalmente su tinglado conceptual mayor. Y lo que dice es escalofriante. El redactor en jefe de ese documento oficial, avalado por el Gobierno, explica que Colombia es un “Estado de derecho sin democracia”, que en Colombia hubo una “democratización sin democracia”, que la cultura política de Colombia es “la exclusión”.

Colombia es una suerte de apartheid social y político para las mayorías, una sociedad que es “incapaz” de “integrar la diferencia de forma activa”. Tal es la imagen distorsionada que Gonzalo Sánchez pretende proponer como imagen de la verdad a las generaciones futuras.

Esa afirmación asombrosa precede a otra no menos grotesca. Según Gonzalo Sánchez, la sociedad colombiana, no es sólo víctima de la violencia sino victimaria también, es decir, víctima de los violentos y culpable, al mismo tiempo, de lo que le ocurre a los violentos. Tal raciocinio aberrante que le atribuye un doble carácter, un doble fondo abyecto a la sociedad colombiana, no es digno de un documento que pretende imponerse como un trabajo “científico”, y como la verdad revelada sobre la historia reciente de Colombia. Sin embargo, para Sánchez, ese curioso carácter de la sociedad colombiana es su gran aporte.

¿Por qué es “victimaria” la sociedad colombiana? Porque, dice él, “también ha sido partícipe en la confrontación”. ¿Cuál es la forma exacta de esa “participación” en la violencia? Ante eso Sánchez responde con una frase que no puede ser más taimada y peligrosa: “por su anuencia, su silencio, su respaldo y su indiferencia”.

El lector no debe hacer grandes esfuerzos para adivinar qué es lo que Sánchez ve como una “participación en la confrontación”. Esta ocurre cuando la sociedad civil respalda la lucha del Estado para restablecer la paz, desmantelar los aparatos de terror y ofrecer algo de seguridad a los ciudadanos. Nada más legítimo. Pero no para el GMH.

El enfoque de Sánchez es, en esencia, monstruoso: su intento de culpabilizar a la víctima, a la sociedad civil colombiana, es, exactamente, lo que desde hace 50 años gesticulan las Farc: que la sociedad, y no sólo el Estado, es culpable y que por eso los civiles también son blancos “legítimos” de ellas.

Ese informe está lejos de ser un trabajo académico, producto de un amplio consenso intelectual o al menos de un debate razonable y plural. Es la visión absurda y reductora que la izquierda más extremista ha tenido siempre de Colombia, del Estado, de la sociedad y del accionar mortífero de los aparatos de muerte creados por los marxistas-leninistas para imponer su dictadura.

Algunos llegaron a creer que, esta vez, ese esfuerzo institucional produciría un documento menos marcado por el odio y el sectarismo. Vana ilusión. Gonzalo Sánchez logró imponerle a su equipo de trabajo la visión que ha sido siempre la suya. Algún día se sabrá hasta qué punto la aplanadora del pensamiento único terminó por censurar miles de datos  y ahogar todo intento de respetar la realidad histórica.

Le guste o no a la doxa marxista, Colombia es, pese a sus dificultades, una sociedad abierta, democrática, garantista e integradora. Colombia paga muy caro ese espíritu y esa vocación. La extraordinaria duración en Colombia de la acción subversiva y de aparatos de terror de todo tipo es consecuencia de esa estructura. Colombia siempre hizo esfuerzos notables, con grandes logros, para integrar y reconocer no sólo a todas las capas, clases y categorías sociales, sino que ha dado pasos enormes, a veces errados, para integrar a la sociedad a sus disidentes, incluso a los más despiadados terroristas, arrepentidos o no. Gonzalo Sánchez debería decir si hay otro país en el mundo, otro Estado, que haya ofrecido y tolerado más amnistías, indultos, perdones, excarcelaciones y privilegios que Colombia en beneficio de la delincuencia llamada “política”. Y eso sin mencionar la actual aventura dialoguista del presidente Santos.

¿Puede alguien extrañarse de que ese documento comience a suscitar tremendo malestar e indignación en diversos sectores de la opinión?

Ese informe produjo otros estallidos. Poco después de leerlo, el presidente Juan Manuel Santos creyó oportuno lanzar su segundo (¿o tercer?) acto de contrición unilateral por las “graves violaciones a los derechos humanos” cometidas, dijo, “por el Estado colombiano”, a lo largo “de estos 50 años de conflicto armado interno”. Acto aparentemente lógico cuando se ve que el informe del GMH fue incapaz de dar la cifra de los militares, policías, jueces y otros servidores públicos asesinados durante esos años por las Farc y sus avatares (Eln, M-19, Epl, Prt, Quintín Lame). Ese Estado, y esos colombianos, que el texto de Gonzalo Sánchez denomina despectivamente “agentes estatales”, son mostrados no como víctimas sino como culpables, como artífices directos y cómplices de masacres, como aliados de los paramilitares, etc.

Ese curioso informe aparece pues como parte del acondicionamiento psicológico de la sociedad y del Estado para que acepten de alguna manera la “solución política” que La Habana, con la ayuda de Bogotá, está preparando contra Colombia, es decir la operación de legalización y blanqueo del mayor aparato de terror contra la democracia que haya creado la URSS en el hemisferio occidental durante la Guerra Fría.

Ese objetivo legitimador aparece claramente en el informe del GMH. Este descansa sobre un postulado absurdo inventado hace más de 20 años  en un centro universitario francés: la teoría de los “actores armados”. Según ese esquema, las guerrillas, los paramilitares, los carteles de la droga y las fuerzas del orden (Ejército y Policía), son “actores armados” y son iguales entre sí, pues todos son “violadores de los derechos humanos”. En esa guerra entre “actores armados” las democracias occidentales deben dejar solo al Estado colombiano. No deben apoyar a un bando contra otro pues todos esos actores son  “criminales”. Fabricada para aislar diplomática y militarmente a Colombia y beneficiar al terrorismo, esa superchería combate la idea de que en Colombia, tras el espejismo de lo que algunos llaman de manera superficial “la violencia”, hubo y hay, más bien, una ofensiva de largo aliento del totalitarismo contra la libertad.

Para los amigos de la teoría de los “actores armados” lo que hay en Colombia es simplemente una “confrontación armada” entre actores equivalentes, de legitimidad idéntica: las “guerrillas” marxistas y las fuerzas del Estado y hasta la misma sociedad civil, según Gonzalo Sánchez. El hecho irrecusable de que las guerrillas marxistas colombianas fueron siempre un instrumento de agresión del llamado “socialismo real” contra la democracia es rechazado histéricamente por ellos. El documento del GMH hace eso precisamente, escamoteando toda alusión a ese grave problema. Ese ocultamiento es su eje principal y, por ende, su principal falla.

Gonzalo Sánchez pretende que su informe es un “relato” sobre el “origen y la evolución de los actores armados ilegales”. Esos actores, sobre todo las Farc y sus subproductos, no son, para él, creaciones artificiales, instrumentos de la política exterior de la URSS,  alimentados desde el hundimiento del mundo soviético por la dictadura cubana y ahora por la venezolana, sino algo muy bonito y excusable: “productos sociales y políticos del devenir de nuestra configuración histórica como país”.

Es así como las Farc se presentan desde el comienzo: como la resultante espontánea y “necesaria” de un “conflicto campesino” (otros dicen de una “insurrección campesina”), desatado por el Estado “fascista” colombiano. El problema es que esa leyenda no resiste un análisis, ni puede invocar un solo hecho que pruebe la existencia de ese “fascismo”, ni de ese “conflicto” ni de esa “insurrección” campesina. Los campesinos de Colombia, al no seguir a esos aparatos, fueron, por el contrario, las víctimas más tempranas, inmediatas y masivas de éstos y las guerrillas por eso nunca tomaron el poder.

Estamos ante un caso típico de historiografía marxista. Es bien sabido (aunque no todos lo saben) que ésta perdió hace rato sus títulos de gloria. Pues ella se dedicó durante 70 años, en todos los continentes, a reescribir la historia, mediante falsificaciones, manipulación de textos, reinterpretación de hechos, destrucción y mutilación de documentos, uso de disfraces. En todas las universidades del mundo se sabe esto, salvo en Colombia. Georges Haupt, un historiador franco-rumano y ex comunista, escribió esto poco antes de morir: “La historiografía stalinista erige la manipulación en sistema, la historia proyectiva en regla. La historia cesa de ser memoria colectiva, el reflejo de la praxis acumulada, la suma de las experiencias vividas por el movimiento obrero, para convertirse en corsé que asfixia, en instrumento esencial de cosificación”.

El discurso histórico marxista no busca dar cuenta de la realidad sino imponer une representación particular de ésta y acorde con los intereses de un partido.

El profesor Gonzalo Sánchez se muestra incapaz de cruzar el muro intelectual creado por el marxismo y que tantos otros académicos, comunistas o no, han cruzado. Cruzar ese muro significa luchar contra un verdadero tabú, contra una prisión mental que mantiene congelada la ciencia política universitaria en Colombia: el tema decisivo del origen verdadero de las Farc y de su papel, y el papel del PC colombiano, en el inicio, desarrollo y permanencia de las diversas formas de violencia en Colombia.

Luchar contra lo evidente, contra el hecho de que las Farc surgen de una decisión política (y no de un hecho social) de y durante la Guerra Fría, es la misión subliminal de ese informe.

Así como nadie atribuye la destrucción de Europa durante la segunda guerra mundial, ni reparte las culpas entre Hitler y los Aliados, sino que designa el actor histórico particular que desató la catástrofe, el Tercer Reich, nadie debería decir que el “conflicto” colombiano se debe a una disputa tenaz entre “actores armados”: el Estado, las bandas armadas marxistas, los narcos, los paras, etc. Hay en nuestro caso un actor específico que instigó y amplió la violencia fratricida liberal conservadora y que después del pacto bipartidista siguió instigando y sembrando la discordia de clases e impartiendo la muerte en nombre del comunismo. Ese actor monopoliza la responsabilidad de las atrocidades que Colombia ha vivido durante más de cinco décadas. Sin la acción persistente de las Farc, sin los estragos que causó en el imaginario político, en el poder judicial, en los sistemas de defensa y seguridad, el narcotráfico primero y el paramilitarismo después no habrían podido penetrar y vulnerar tanto  la formación social colombiana.

Gonzalo Sánchez conoce perfectamente esa realidad pero trata de rebatirla. En su prólogo la convierte en un frívolo “relato monocausal” que “reduce la continuidad de la violencia o su solución a la sola acción de los perpetradores o a un ejercicio de condena moral”. Se trata de una pirueta, no de un argumento. El director del GMH no quiere saber nada del perpetrador mayor de esas violencias para borrar la frontera entre el “perpetrador” y sus víctimas. Por eso su énfasis contra todo intento de hacer la condena moral de las atrocidades que él analiza. Para él tal acto sería “reductor”. El trata de deshacerse de ese obstáculo intelectual y ético diciendo que hay una “complejidad de lo que hemos vivido” que impide tener una visión clara de quienes fueron los buenos y quienes los villanos. Para él todo eso se disuelve en un magma confuso donde las responsabilidades y las culpas (y la sanción moral y penal por supuesto) por esas atrocidades desaparecen forzosamente. Es increíble que el GMH haya avalado tal enfoque.

El concepto central empleado por el profesor Gonzalo Sánchez en esa investigación tiene que ver con ese análisis. En su prólogo, el afirma que la memoria es “denuncia y afirmación de diferencias”, es “respuesta militante”, es “expresión de rebeldía” y hasta “movilización”. Esa visión de la memoria histórica es anómala pues unilateral y excluyente. Ella reduce el trabajo a un registro de emociones que vienen de la creencia, de lo aparente e inmediato, es decir fuera, en muchos casos, de lo real. La memoria histórica supone, por el contrario, ir más allá de la denuncia del rebelde, de la metaciencia de lo negativo, de la sola crítica social, de su exterioridad, para ir hacia lo esencial, hacia su motivación, hacia su modo de aparición, mediante la reflexión, el examen de los hechos, la valoración de los elementos contradictorios, de su verificación.

Es lo que no se ha hecho. Gonzalo Sánchez y su escuela piensan el comunismo de la postguerra como un pequeño parásito que emerge en algunos puntos, que vivifica la protesta social y lleva la democracia a un estadio superior, no como un sistema mundial que explota la crisis social y las protestas para construir una dominación anti popular y anti democrática absoluta.

Estamos ante un impedimento que bloquea el trabajo intelectual. Los historiadores marxistas colombianos están congelados, prisioneros de viejos valores del universo soviético, de una imaginería social que creen vigente, cuando en realidad, todo el mundo ya se ha curado de esa tara.

Marc Lazar, un eminente profesor universitario, no vaciló, en 2002, en analizar el Partido Comunista francés en el contexto más amplio del sistema soviético. El escribe lo siguiente: “El partido comunista francés fue la emanación de la URSS, el prolongamiento de una ambición universal y prometeica”. El reconoce igualmente que el PCF fue, a partir de esa base, la “expresión de la oposición a los poderes, de la revuelta social, de ciertas tendencias de fondo de la cultura política francesa”. El no confundió lo principal con lo accesorio. ¿Cuándo tendremos en Colombia la capacidad para ver las cosas desde un ángulo semejante y con esa misma libertad de espíritu?

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