Del constitucionalismo arrogante a la corrupción

“La justicia tocó fondo”, “el sistema colapsó”, hay que “revocar a todos los magistrados”, “la Corte está de luto”.

Los rumores de corrupción en la Corte Constitucional (CC) generaron reacciones radicales. Pero poco se habló de un corrosivo mecanismo impuesto de manera soberbia por la misma CC: que un juez de tutela pueda revisar sentencias de cualquier jurisdicción, hasta el más alto nivel.

En su cruzada contra los rituales, tras dictaminar que la protección de los derechos fundamentales no soportaba demoras, requisitos, ni abogados, la CC decidió que la informalidad era la solución. Transformada en virtud, esa tara colombiana se extendió de los procedimientos al manejo de expedientes, y la trastienda de la jurisdicción constitucional terminó convertida en un desorden colosal.

La tutela contra sentencias fue siempre debatida. En 1992 la CC aceptó que excepcionalmente procederían acciones contra “vías de hecho judiciales”, abriéndole paso a la revisión de providencias sin mayor formalismo. En marzo de 2002 la Corte Suprema de Justicia (CSJ) manifestó que no reconocería fallos de tutela proferidos por otras instancias que modificaran sus decisiones. La CC le solicitó enviar esos expedientes para verificarlos; la CSJ se negó, reafirmando su voluntad de archivarlos. Fue entonces cuando, con arrogancia, sin debate académico o político, la CC permitió, con Auto del 3 de febrero de 2004, que cualquier juzgado recibiera esas tutelas. La CSJ acusó a la CC de ejercer poderes “tiránicos” y extralimitarse en sus competencias. Tras el choque de trenes, con algunas restricciones, el mecanismo fue incorporado a la ley en el 2009. Los argumentos contra el privilegio de la jurisdicción constitucional de supervisar a todos sin ser vigilada por nadie nunca incomodaron a la CC, juez y parte en esa discusión. Fue tan candoroso como engreído sentirse incorruptible con esa informalidad, ninguna supervisión, prerrogativas auto concedidas y discrecionalidad absoluta para revisar tutelas.

No parecen ser muchas las tutelas contra sentencias ejemplares. Los avances en la protección de los derechos no llegaron por esa tortuosa vía y sería un despropósito afirmar que el debido proceso está mejor garantizado. En la defensa que Catalina Botero hizo de la figura en el 2007, sólo pudo rescatar unos casos bien banales. Son más numerosos y visibles los incidentes nocivos que rozan el desastre, como el de Fidupetrol. Contra una onerosa sentencia de la CSJ, la empresa sacó artillería pesada de “acompañamiento” a una tutela, interpuesta ante el Consejo de la Judicatura, territorio apreciado para tales aventuras. Con fallos de última instancia realmente en firme se habría evitado esa vergüenza, y muchas otras.

Hay un abismo entre el ciudadano indefenso que necesita protección contra arbitrariedades judiciales y el leguleyo que recibe millonadas por tutelas temerarias, con posibilidad de mermelada desde una primera instancia de bolsillo hasta la decisión finalísima de la CC, pasando por la arbitraria y hasta descarada selección de casos que se revisan. Para el observador profano, un juez de tutela revocando sentencias de cualquier tribunal superior es un adefesio. El constitucionalismo purista, presuntuoso y egocéntrico, ha insistido que la coherencia jurisprudencial justifica la inseguridad y el cruce de competencias e instancias, aún con riesgo de soborno. Si hubiera datos del descomunal caos de expedientes que no revisa la CC, se podría saber el perfil del principal beneficiario de la tutela contra sentencias. Los constitucionalistas insistirán que es el pueblo raso, pero desde la calle se sospecha que es el litigante profesional, astuto, deshonesto, criminal o simplemente adaptado a las reglas del juego. Según la Comisión de Expertos de Reforma a la Justicia, el estratégico atajo se convirtió en “una instancia adicional a los procesos ordinarios y especiales, haciendo más compleja la resolución judicial de los conflictos”.

Algunas reacciones ante el escándalo, sugiriendo que se trata de un par de manzanas podridas, o aferrándose a la tautología de que la labor de la CC ha sido encomiable, ilustran esa prepotencia cardenalicia del constitucionalismo que se niega a reconocer errores. La misma CC debería enmendar el excesivo poder que se atribuyó y promover correctivos sin arriesgarse a revolcones. Los inconvenientes reales de la facultad de torpedear sentencias ajenas superan con creces sus idealizadas ventajas. Un mínimo de pragmatismo hace recomendable eliminar ese componente perverso y expansivo de la tutela, apreciada y utilizada masivamente, pero no inmune al oportunismo y al tráfico de fallos en todas las instancias.

Entretanto, los nubarrones sobre la joya de la corona invitan a averiguar lo que ocurre de ahí para abajo. En tiempos de google, twitter y giga bases de datos es imperdonable la falta información sobre la primera y segunda instancias. Cualquier tutela contra una sentencia, y los respectivos fallos, deberían colgarse de oficio en la red, anunciados con un trino. Las redes sociales traerían algo de transparencia a esa cueva de Rolando.

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