Delirio en dos tiempos

Al parecer, y digo al parecer porque con América Latina nada es seguro, comenzamos a vivir el post chavismo. Como antes se vivió el post pinochetismo que vino a marcar el fin del post allendismo, que había llegado a despertar del letargo al post castrismo, puesto en vereda por el post perezjimenismo, el post odrismo, el post peronismo. Una secuencia de convulsiones, retorcijones, vómitos, golpes y revoluciones que marcan a la región desde fines de la segunda guerra. Cuando hace 50 años llegué a estudiar a Berlín Occidental, se burlaban de nuestros países a los que llamaban Long Plays: 33 revoluciones por minuto. Una burla difícilmente comprensible para las nuevas generaciones, criadas al ritmo del CD y el laser.

Una corriente de aire fresco ha venido a barrer el tufo pestilente del post peronismo kirchnerista. Sin terminar de aventarlo. Pues como lo reiteran las agencias de noticias, a pesar de haber recibido una paliza en las principales capitales del país, en el Gran Buenos Aires y en la misma capital argentina, esa merienda de cabecitas negras, madres desesperadas, despechados que no se recuperan de la muerte de Carlos Gardel y la consumación de Eva Duarte y Juan Domingo Perón, siguen constituyendo la mayoría de una nación que se precia de ser, simultáneamente, la más culta y la más analfabeta de América Latina. Una sorprendente sociedad capaz de albergar simultáneamente a Jorge Luis Borges y a las abuelitas de Plaza de Mayo. La más sofisticada élite intelectual con la más nauseabunda mafia política.

No es que desde Perón a San Martín o desde Pérez Jiménez a Bolívar el continente haya sido un dechado de estabilidad institucional, sino, antes bien,  un río turbulento de desaguisados, montoneras, asaltos, marchas y contramarchas, con un par de excepciones notables, pero ahítos de contradicciones, como el de Chile. Que logró construir un Estado cuando la palabra era un galimatías en el resto de nuestras invertebradas naciones. Y la Venezuela post 23 de enero, que llegara boqueando al precipicio tras cuarenta años que se fueron con el viento sin dejar más que un mal sabor de boca. Pero lo indiscutible es lo dicho por Carlos Rangel en su obra más destacada, Del buen salvaje al buen revolucionario: Latinoamérica es la historia de un fracaso. Que el peronismo continuara hibernando como una peste mal curada o el perezjimenismo sobreviviera mutando en la inmundicia cuartelera que lo mantuviera en incubación, son pruebas de que genética, hereditaria, inveteradamente somos un fracaso. Y, al parecer, incurable.

Y henos aquí, una vez más, en este nietzscheano ritornelo de nunca acabar, saliendo de un post ciclo y entrando en otro post ciclo. No termina por enterrarse al allendismo y ya está refloreciendo entre las malezas de la conciencia inacabada del Chile post pinochetista. Todavía existen, y crecen, quienes creen que la Unidad Popular no fue una pesadilla. Y a pesar de 24 años de comprobada prosperidad, producto del consenso y la sensatez, ya comienzan a encenderse cohetes y fuegos de artificio para volver a sacudir la insoportable levedad de la institucionalidad. El más nefasto y siniestro de los inventos del post castrismo, la Constituyente, vuelve a sacudir las sábanas mortuorias de un país que se precia de honrar a don Andrés Bello. “Sólo tú, estupidez, eres eterna”.

He leído y releído la obra de Simón Bolívar, lo he admirado y odiado, simultáneamente, lo he considerado un genio del bien y un ángel exterminador – que para todo da pie – y he terminado por acompañarlo en su dolor postrero, cuando a meses de su muerte y abrumado por la dimensión de la catástrofe que había prohijado reclamado dolorido el concurso de la racionalidad de los hombres sensatos. En un continente en el que sobra “lo real maravilloso" y escasea dramáticamente lo real sensato.

Quo vadis.  ¿Adónde nos llevara el próximo ciclo de nuestros delirios?

EL CASO ISMAEL GARCÍA – ANTONIO ECARRI

Sin entrar a detallar mis personales preferencias en este caso, perfectamente conocidas de las dos figuras confrontadas – Ismael García y Antonio Ecarri – doy por zanjadas mis aprehensiones con la decisión asumida en su momento por los electores, refrendada por la dirección nacional de la oposición venezolana y hecha buena por personalidades políticas que me merecen la mayor admiración y el máximo respeto. Dios quiera que esas consideraciones terminen pesando en el juicio de quienes debieran atender ante a su amor por la Patria que a sus intereses personales.

La clase política venezolana, particularmente desde la desaparición de la generación del 28 y sus mejores herederos, no es un muestrario de excelencias, purezas virginales y reservorio de sabiduría y prudencia. Lo que tampoco es de escandalizarse. Dudo exista en el mundo un solo país cuya clase política descuelle por sus primores. Para bien o para mal de la humanidad, la lucha por el poder – motivo y sustancia de la política – sigue anclada en los sórdidos terrenos regidos por la ley de la selva. Para excepciones, la religión. Y ni siquiera. Como se va esclareciendo, todavía  a medias, las trastiendas del Vaticano apestan del tufo ponzoñoso de las áspides. La infinita bondad y generosidad de Cristo brillan en su templo mayor por una cinematográfica ausencia.

El ideal antinómico ya fue expuesto por Platón hace dos mil quinientos años: darle el poder a los filósofos. O convertir a los políticos en amantes de la docta sabiduría. Estuvo a punto de perder la cabeza por pretender llevar su desandada teoría a la práctica en la figura del tirano de Siracusa. Y quienes más cerca estuvieron de conseguirlo, los intelectuales revolucionarios depositarios de las ideas de la razón absoluta de Hegel, como Lenin, convirtieron la política en un estercolero planetario. El Gulag y la Shoa dieron cuenta del lugar a donde fueron a parar las utopías platónicas: en la carnicería cósmica del Siglo XX.

De modo que mientras la sociedad sea lo que es, espejo de nuestras miserias, ambiciones y tortuosos deseos, la política seguirá siendo lo que es: bellum omnia contra omnes, la guerra de todos contra todos. O como lo diría Carl Schmitt: el mortal enfrentamiento amigo-enemigo. Con excepciones puntuales que confirman la regla, como Ghandi o Mandela, que tampoco fueron arcángeles. Llegaron a la conciencia de que los métodos pacíficos, en las circunstancias históricas porque atravesaban sus países, eran más útiles a sus causas que la violencia y la descarnada enemistad.

Comienzo con este inútil rodeo para explicar que, en función del objetivo supremo que debiera mover a nuestra clase política – derrotar a la barbarie y restablecer el orden de la paz y la justicia, vale decir: de la civilización – más, muchísimo más importantes son las causas que los hombres. Los propósitos y objetivos, que las ambiciones individuales. Que vistos desde las alturas de la historia, muestran en su quehacer político, diferencias infinitesimales, apenas mensurables.

Si fuera por mis personales apreciaciones, que es lógico considere tan valederas como las de cualquier otro ciudadano, las figuras llamadas a dirigir nuestras luchas y resolver nuestros conflictos no han sido respaldadas hasta el día de hoy por la consideración de las mayorías. Soy, dicho en romance paladino, un clásico perdedor: no voté jamás por ninguno de los presidentes elegidos desde que poseo derechos ciudadanos. Y en el colmo del despiste creí, y sigo creyendo, que Carlos Andrés Pérez hizo un segundo gobierno acertado y correctamente orientado en sus grandes lineamientos a resolver los graves problemas estructurales que sufría, y sigue sufriendo, Venezuela: acabar de raíz con la mojiganga cambiaria – me escandaliza la complicidad de quienes consideran que arrebatarle un trozo de dólares al prostíbulo de CADIVI es un derecho natural – , ponerle atajo a la mendicidad como forma de gobierno, enterrar el populismo, descentralizar al país y darle carta de ciudadanía al sujeto entregándole la responsabilidad principal por su destino. En fin, una serie de medidas que apuntaban, en mi personal consideración de las cosas, en la correcta dirección de lo que la estulticia e imbecilidad mediática dominante llamara – y sigue llamando con un rictus de asco y rechazo – “neoliberalismo”. Transferir la responsabilidad de la dirección de los asuntos públicos de un Estado opresor, mesiánico, irresponsable, corrupto y manirroto a los individuos, dedicados no a la política de mamar de la teta suprema sino al emprendimiento, la creación de riqueza, la prosperidad general. Todo lo cual sin tener que pasar por ese Home que nos tritura a diario, el aparato de Estado. Tan bien calificada por Carlos Marx, de Boa Constrictor.

Digo, por lo tanto, que viví el golpe de estado del 4 de febrero de 1992 y las reacciones de jolgorio nacional que acompañó la más grave felonía cometida en Venezuela desde el 23 de enero de 1958 como quien sufre una tragedia personal. La muerte de un hijo. Y tal vez con una pesadumbre adicional: la casi absoluta soledad de que me vi rodeado por mis amigos académicos, periodistas, filósofos, empresarios y ciudadanos de a pie, por no mencionar a los políticos, incluso del partido del gobernante asediado, que consideraron el nefando crimen cometido por la pandilla de felones golpistas y la compañía de una civilidad corrupta en esencia pero amparada en una supuesta lucha contra la corrupción,  que se dispuso a enterrar nuestra democracia – mediocre, mala y llena de taras, pero democracia al fin: venezolana – para montar este régimen autocrático, despótico, militarista y corrupto que desde entonces nos asfixia.

Son estas consideraciones de orden conceptual, las primeras, e históricas, las segundas, las que me llevan a considerar que no existe otro interés supremo en las actuales circunstancias, que derrotar, ojalá pacífica, constitucional y electoralmente, y si no es posible por esos caminos recurrir a todos los medios que la Constitución legitima, al reprobable sistema neo dictatorial que sufrimos. Que dados los oscuros antecedentes que llevaron desde antes incluso del 4 de Febrero de 1992 a destruir las bases de nuestro sistema institucional y la complicidad, colaboración o directo protagonismo de muchos de quienes hoy constituyen el grueso de nuestras fuerzas democráticas, auto erigidos algunos de ellos en vírgenes vestales de la lucha contra el castro comunismo colonialista que nos oprime, cargar las culpas sobre ciertos y determinados individuos y liberar, caprichosa y oblicuamente, a muchos otros tan responsables o más culpables del desastre que hoy vivimos – una catástrofe de índole colectiva, no individual ni personal y que macula la esencia de nuestra civilidad – demuestra la hipocresía, el farisaísmo, el maniqueísmo y la inmoralidad que hoy consume las fuerzas de nuestra nacionalidad.

Sin entrar a detallar mis personales preferencias en este caso, perfectamente conocidas de las dos figuras confrontadas – Ismael García y Antonio Ecarri – doy por zanjadas mis aprehensiones con la decisión asumida en su momento por los electores, refrendada por la dirección nacional de la oposición venezolana y hecha buena por personalidades políticas que me merecen la mayor admiración y el máximo respeto. Dios quiera que esas consideraciones terminen pesando en el juicio de quienes debieran atender ante a su amor por la Patria que a sus intereses personales.      

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