Demogracia

Con la democracia ocurren cosas bien particulares. Por un lado, cualquier cosa en la que haya participación de la gente suele calificarse, sin otra consideración, como democrática. Por el otro, y quizá gracias a la manida definición acuñada por Lincoln en Gettysburg, cualquiera que hable en nombre del pueblo, por el pueblo y para el pueblo -lo que quiera que sea el pueblo en cada caso concreto- puede fácilmente presentarse como demócrata, hasta que ya es demasiado tarde y no queda nada más que hacer que lamentarlo.

“Democracia” es, muchas veces, un “significante vacío”, y no falta el idiota útil que dice, sin sonrojo, que “Cuba es una democracia, sólo que un poco distinta”. Con mucha frecuencia, además, se le pide a la democracia ser lo que no es y asegurarle a la gente cosas que están más allá de su naturaleza. En efecto: la democracia no garantiza el buen gobierno (por el contrario: en la historia relativamente corta de la democracia moderna sobreabunda la evidencia de su extrema vulnerabilidad frente a la incompetencia de los funcionarios; y de hecho, no son pocos los regímenes no democráticos se han legitimado, precisamente, por la vía de la eficiencia).

La democracia tampoco resuelve los problemas económicos: aunque exista una relación tan íntima como compleja entre democracia y libertad económica, la democracia no saca a nadie de la pobreza ni genera por sí sola más riqueza que otros regímenes políticos. La democracia como tal, la digna de ese nombre -es decir, la democracia liberal- lo único que promete (y no sin dificultades) es la existencia de gobiernos representativos que ejercen poderes limitados, sometidos al imperio de la ley y conformados mediante elecciones libres, competitivas, periódicas e incluyentes.

Cualquier otra cosa no es sino un chiste o una desgracia. Una “demogracia”, si se perdona el neologismo. Que lo digan los griegos, que han sido convocados para votar este domingo un referendo que, tras la máscara de la participación, encubre en realidad la extraordinaria incapacidad de su gobierno para tomar decisiones, asumir los costos del ejercicio del poder y resolver los problemas enfrentándolos, en lugar de eludirlos por la vía fácil de una consulta popular, empleada además como instrumento desesperado de chantaje frente a sus contrapartes del Eurogrupo y frente a sus acreedores.

Por muy democrático que parezca, la verdad es que el referendo es un acto de irresponsabilidad política; una vana acrobacia diplomática, que a la postre no hace más que aumentar la ya abultada cuenta por pagar de los helenos.

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