Deuda externa y pobreza

El reciente titular de primera página de El Tiempo, es aterrador: “Por cada colombiano, $ 7,5 millones de deuda pública” (16-VII); un estudio del Banco de la República, con corte a diciembre de 2014, dice que “para pagar la deuda total del sector público no financiero con tributos se tendría que recaudar tres veces lo que se obtuvo en el 2014 con la carga impositiva” (“Economía y Negocios”-1). Colombia, ‒pese a proclamarse como la cuarta economía de la región es uno de los países más endeudados entre 19 naciones de América Latina, superado solo por Brasil, El Salvador y Uruguay (http://repositorio.cepal.org/); incluso, al término del primer trimestre el total de lo prestado (público y privado) ascendía a $ 106.305 millones de dólares que equivale al 32,9 % del Producto Interno Bruto (PIB), con un aumento anual del 12,2 % (http://banrep.gov.co/boletin-deuda-externa). ¡Un monto astronómico y preocupante!

Todo ello, como es obvio, se inserta en una estructura económica internacional injusta ‒que a partir de los años setenta implanta un nuevo “modelo” o “régimen de acumulación” que muestra a los países del sur, en una evidente condición de subordinación, pobreza y dependencia, enfrente a los países ricos que –en el contexto de un mundo globalizado– cada día se fortalecen más y crecen a cotas elevadas. La brecha, pues, es cada día más grande y los excluidos de estos procesos pierden la esperanza de mejorar sus condiciones de vida. Se erige la “sociedad 20:80”, para la cual un 80 % de los desplazados son manejados con placebos y el 20 % restante disfruta de los privilegios (Martin/Schumann: “La trampa de la globalización”, 2000-7).

El gobierno de la banca internacional, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, continúa; este último, nos seguirá diciendo cómo debemos “estabilizar” las economías para poderlas hacer “más competitivas”, sin importar la debacle social; los seres humanos no importan, ahora reinan las chequeras porque, como diría Eduardo Galeano, esos organismos “que controlan la moneda, el comercio y el crédito practican el terrorismo contra los países pobres, y contra los pobres de todos los países, con una frialdad profesional y una impunidad que humillan al mejor de los tirabombas” (“Patas arriba”, 3ª. ed., 1999-6). Los ejemplos de Grecia y Puerto Rico no sirven para escarmentar y, más bien, los groseros administradores de la cosa pública de nuestras naciones preparan hoy a sus sucesores para que mañana sean más retorcidos que ellos.

Por eso, preocupa el gran deterioro fiscal y económico observado en el país que ya padece una evidente reducción de recursos para la inversión en desarrollo, porque buena parte de los ingresos se destinan a cubrir el llamado servicio de la deuda. Así mismo, alarma que ese mar de dinero recibido se haya destinado, no a la inversión social y al crecimiento, sino al desgreño, la guerra y a fortalecer a los privilegiados.

Nuestros descendientes están condenados a deber, a nacer sin patrimonio; el país está hipotecado y el porvenir solo tiene trazas de catástrofe e injusticia social; nos hemos dedicado al más vulgar populismo y a ahondar las brechas sociales. Nuestros oscuros gobernantes, ‒a los que la historia tiene que condenar y relegar a sus sótanos más hórridos‒ han sido inferiores a sus pueblos y, por más propaganda que se hagan con dineros públicos, sus fracasadas gestiones muestran muy a las claras el panorama doloroso que se cierne sobre el país.

Por eso, hoy, algo está muy claro: todos pagaremos la deuda con más desempleo, hambre, atraso, falta de hospitales, carencia de vivienda, pobreza, balas ¡si hace falta! y mayor entronización de un capitalismo voraz, etc.; y, por supuesto, estamos condenados de forma permanente a pedir más dinero para pagar los intereses de los préstamos anteriores. Así las cosas, enfrente a una deuda impagable, “eterna” como reza alguna campaña contra este fenómeno, se impone la unión de los países pobres para lograr el necesario alivio y la condonación.

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