El abrazo de la Dian

Es muy difícil que los contribuyentes nos traguemos el sapo de los nuevos tributos si sabemos que esos recursos no irán a nuevas obras, muy urgentes y necesarias, sino a funcionamiento.

Las reformas tributarias nunca son populares. Menos aún en un país donde significan que quienes pagamos impuestos pagaremos más, mientras que aquellos que viven fuera del sistema siguen tan campantes. En Colombia, la base tributaria es muy inferior a la de países comparables y esta reforma no apunta a aumentarla.

Según el Gobierno, el presupuesto para el 2015 presenta un hueco de 12,5 billones de pesos, que otros analistas y la Contraloría tasan en más de 20 billones: hay diferencias en el cálculo del precio del petróleo el año entrante –que define la renta de la Nación vía Ecopetrol– y en el de apropiaciones como el pago de la deuda externa, mayor o menor según el precio del dólar.

Sea como sea, el hueco es enorme: de entre el 5 y el 8 por ciento del presupuesto. Y eso que el proyecto presentado por el Gobierno casi no incluye nuevos programas viales ni de vivienda social. Buena parte de los dineros para esos rubros corresponden a la contabilización en el 2015 de vigencias futuras ya invertidas o en proceso de ejecución.

Ahí radica el primer enredo: es muy difícil que los contribuyentes nos traguemos el sapo de los nuevos tributos si sabemos que esos recursos no irán a nuevas obras, muy urgentes y necesarias, sino a funcionamiento. El gasto en burocracia, asesores, vehículos, viajes, celulares, eventos, y en la creación de ministerios y entidades no para de crecer: del 2013 al 2014, para la campaña de reelección, subió 13 por ciento, y para el 2015 aumentará otro 7 por ciento.

El primer mandato de Juan Manuel Santos no se distinguió por la austeridad. Y, como lo dijo el miércoles en estas páginas el exministro Abdón Espinosa, si el Gobierno estaba obligado a una dura reforma tributaria, lo primero que tenía que plantear era un programa de austeridad. Lo anunciará esta semana, pero el daño ya está hecho: divulgó primero el golpe a los contribuyentes que el plan de ahorro.

El segundo enredo son los bandazos del Gobierno en los anuncios. Que aumenta la tasa al patrimonio a 2,25 por ciento, que ahora lo pagarán quienes tengan de 750 millones de pesos para arriba, que subirán uno o dos puntos el IVA. Y luego que no, que la tasa será escalonada, que la base de patrimonio seguirá en 1.000 millones, que no tocarán el IVA. Y más: que la plata es para educación, cuando ahí solo suben las mesadas de los maestros; que es para el posconflicto, cuando aún no hay acuerdo en La Habana. ¿Al fin qué?

Tanta confusión sabe a improvisación y aumenta el rechazo a la reforma. El ministro de Hacienda, Mauricio Cárdenas, es un hombre juicioso. Pero el equipo económico está en la obligación de ordenar el debate, en especial porque el golpe tributario a las empresas no será suave y las puede dejar descapitalizadas y sin margen para invertir. Además, la reforma soluciona el lío del 2015, no el problema estructural. Pero eso da para otra columna.

El tercer enredo es la corrupción. La extensión de este virus reduce aún más las ganas de tributar. El Gobierno ha guardado un inquietante silencio tras el asesinato del jefe de regalías de Córdoba, Javier Zapa, sangriento episodio que destapó un gigantesco saqueo. Ojalá que ese mutismo no se deba a que los políticos involucrados en el escándalo fueron grandes impulsores de la reelección.

El Gobierno usará sus mayorías en el Congreso para sacar adelante la reforma. Pero el apoyo público a este nuevo abrazo de la Dian dependerá de que la plata vaya más a obras que a burocracia y lujos, de que el Gobierno mande un mensaje coherente sobre el monto y destino de los recursos, y de que el Presidente diga esta boca es mía en casos como el de Zapa. De lo contrario, la reforma será votada, pero el costo político resultará enorme para Santos. Y a juzgar por el más reciente Gallup Poll, la popularidad del Presidente –ya en negativo– no está como para feriarla.

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