El camino de piedras y la alfombra roja

Antes de mudarme a Bogotá, pensé que conocía la desigualdad. Pero después de unos meses en mi nuevo hogar, percibí que existen dos Bogotás completamente distintas.

Antes de mudarme a Bogotá, pensé que conocía la desigualdad. Había vivido en una de las ciudades económicamente más segregadas de Estados Unidos y había estudiado el tema. Pero después de unos meses en mi nuevo hogar, percibí que existen dos Bogotás completamente distintas, que parecen ciudades y realidades paralelas, separadas por la clase socioeconómica, y me di cuenta que esto era una realidad de todo el país.

Esta sensación me sorprendió, pues algo que me atrajo de Colombia fue la lucha histórica e inspiradora que ha existido contra la desigualdad y por los derechos y dignidad de los marginados. Aquí la sociedad civil cree que tiene el poder de construir una sociedad verdaderamente democrática e igualitaria. Y la aprobación de la Constitución de 1991 fue un gran paso hacia esto, ya que (en teoría) garantiza el derecho a la salud, la educación, y a una vida digna, a todos los colombianos, sin distinción.

Pero, con el tiempo, vi que estos derechos no son universales y que la enorme desigualdad en Colombia (la 12 más alta del mundo, según el PNUD) crea dos clases de ciudadanos: los que pueden pagar por “la alfombra roja” (como dijo el representante de las instituciones de medicina prepagada) y gozar de sus derechos plenamente, y la masa que se desgasta para que el Estado cumpla con sus deberes mínimos hacía ellos. Mientras una élite favorecida goza de una ciudad moderna, con todas las amenidades que ofrece la capital metropolitana, una cantidad enorme apenas sobrevive. La segregación económica es tan fuerte que, para el grupo privilegiado, la realidad de los no privilegiados se vuelve invisible, o por lo menos, mero ruido de fondo.

Menciono dos derechos fundamentales para asegurar que todos los ciudadanos tengan igualdad de oportunidades: el derecho a la educación y de la salud.

Sería engañoso afirmar que todos los colombianos tienen el derecho a la educación cuando las disparidades entre los colegios privados de élite y los públicos son extremas. Mientras los estudiantes de colegios élites disfrutan de una educación de primera clase, mi esposo fue a dictar una clase sobre arte y tecnología en un colegio público, donde no había ni computador, ni televisor, ni ninguna herramienta tecnológica. A pesar de que la educación debería tener un efecto democratizante, un estudio de Dejusticia encontró que el 93% de estudiantes de estrato 1 asisten a un colegio público, mientras el 98% de los de estrato 6 asisten a uno privado. Y estos dos grupos jamás compartirán un espacio social, y así, para él que se convertirá en un tomador de decisiones, el otro y las injusticias que sufre no forman parte de su visión del mundo.

El derecho a la salud es un ejemplo aun más grave. En teoría, Colombia tiene un sistema de salud unificado, no obstante persisten las disparidades entre la medicina prepagada, el régimen contributivo, y el régimen subsidiado. Mientras tuve una póliza, pude acudir a cualquier clínica de la ciudad y me atendieron rápidamente, con la mejor atención. Con las EPS, conseguir tratamiento no es para los débiles de corazón. Durante una emergencia, fui rechazada sumariamente de dos clínicas, antes de ser aceptada en una tercera. En otra ocasión, solo me atendieron después de perder la conciencia y ante la fuerte insistencia de mi esposo. Claro, la sala de urgencias estaba desbordada de personas sin emergencias (se estima que casi la mitad de los que acuden a urgencias no tienen una emergencia real), que se habían desesperado de los exagerados trámites y esperas para obtener una cita, pues, en promedio, los bogotanos con EPS deben esperar 11 días por una cita. No enumeraré las indignidades del sistema de salud, pues todos las conocemos. Lo que quiero subrayar es que para el 5 % de los colombianos que pueden pagar una póliza, estas indignidades simplemente no existen; en cambio, tienen una “alfombra roja” en un sistema eficiente, respetuoso, y de la mejor calidad. Y esta disparidad no tiene lugar en un Estado Social de Derecho.

La existencia de una Bogotá segregada por clase socioeconómica se nota en casi toda la vida cotidiana. A pesar de la Constitución, parece que vivimos en un sistema de castas en el cual la vida de los marginados es irrelevante e invisible; en la práctica los que tienen poder económico pueden utilizar este poder para acceder a mejores derechos, y así hacer la vista gorda con respecto a las violaciones masivas de los derechos de los demás. Esto no debe ser el legado de toda la lucha histórica para mejorar la vida de los colombianos más vulnerables.

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